El coliseo que resiste, memorias y silencios del Teatro Manzanillo

Foto: Archivo RG
Foto: Archivo RG

En el corazón de la ciudad, justo donde el bullicio cotidiano se mezcla con la brisa costera, se levanta el Teatro Manzanillo como un guardián silencioso de la memoria cultural del oriente cubano, no es solo un edificio, es un escenario donde el tiempo se detiene para que el arte hable.

Desde su fachada neoclásica hasta el eco de sus lunetas, cada rincón del teatro parece susurrar historias de generaciones que lo han habitado con pasión. Fundado en el siglo XIX por manos visionarias, este coliseo ha sido testigo de transformaciones sociales, encuentros patrióticos y noches memorables donde la música, la danza y la palabra se han entrelazado como ofrenda a la identidad nacional.

Sin embargo, con nostalgia lo miran hoy los manzanilleros, hace mucho que su elegancia se reduce a actos escolares, graduaciones y ceremonias institucionales, ya no se siente el eco de una obra teatral, ni el taconeo del ballet clásico sobre sus maderas centenarias, las compañías artísticas que antes lo visitaban con frecuencia, hoy lo recuerdan como un templo dormido, esperando ser despertado por nuevas ovaciones.

Cada función que no ocurre es una historia que no se cuenta, cada telón que no se alza es una emoción que no se comparte, y sin embargo, el Teatro Manzanillo sigue ahí, como un faro apagado que aún conserva su luz interior.

Porque este teatro no es solo patrimonio, es escuela, es refugio, es tribuna, es el lugar donde la ciudad se mira a sí misma con orgullo, donde la belleza se comparte sin reservas, y donde cada ovación es un acto de fe en lo que somos y en lo que podemos llegar a ser.

En Manzanillo, cuando el telón se abre, no solo comienza una obra, se activa la memoria viva de un país que sigue apostando por la cultura como camino.

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