Cada 27 de diciembre, el Día Internacional de Preparación ante las Epidemias nos recuerda que vivimos en un mundo que respira al ritmo de crisis sanitarias.
La fecha se instituyó por la Organización de Naciones Unidas en el año 2020, en pleno padecimiento de la COVID-19, y no celebra un triunfo, sino que marca la división entre la reactividad y la verdadera prevención.
Historias recientes nos demuestran que las pandemias no son fenómenos excepcionales, sino riesgos latentes en un planeta hiperconectado y en desequilibrio ecológico.
Por tanto, la preparación real exige trascender el gesto simbólico y traducirse en arquitecturas sanitarias sólidas, que incluyan la equidad en el acceso a medicamentos y vacunas.
Sin embargo, el panorama global refleja asimetrías dramáticas: mientras algunas naciones almacenan dosis y refuerzan sus sistemas, otras regiones carecen incluso de infraestructura básica de diagnóstico.
Esta brecha no es solo un fracaso moral; es una falla estratégica que socava la seguridad sanitaria global. Un virus no conoce de pasaportes, y su propagación en cualquier rincón supone una amenaza para todos.
Más allá de los sistemas de salud, la fecha invita a una reflexión profunda sobre el origen de estas crisis.
La deforestación, la pérdida de la biodiversidad, y la urbanización descontrolada aumentan la probabilidad de un salto de patógenos de animales a humanos.
Prepararse, por tanto, no es solo tener hospitales y vacunas, sino replantear nuestra relación con los ecosistemas.
Es un desafío que vincula la salud pública con la acción climática y la conservación ambiental, en una ecuación donde el eslabón más débil determina la fortaleza de toda la cadena.
La conmemoración, por tanto, es un llamado a la acción concertada y constante.Exige invertir en ciencia, en cooperación y en justicia sanitaria con la misma determinación con que se movilizan ejércitos de hombres en tiempos de guerra.