
La difamación es un fenómeno que se está observando con frecuencia en los últimos tiempos, y nuestra ciudad no es la excepción.
Si bien cualquier persona puede ser víctima de difamación, las figuras públicas —políticos, artistas, periodistas— enfrentan una vulnerabilidad agravada. Su visibilidad las convierte en blancos jugosos para campañas de desprestigio orquestadas desde la sombra.
Lo que comienza como un comentario malicioso en un grupo, escala a tendencia en horas. El anonimato no solo protege al agresor, sino que distorsiona el debate público: se ataca no a las ideas, sino a la moral de quien las representa.
Para el ciudadano común, el daño suele surgir de grupos locales o comunidades cerradas, perfiles falsos inventan infidelidades, acusan de delitos o exponen datos íntimos en chats vecinales o grupos públicos de redes sociales como Facebook.
La víctima descubre el linchamiento cuando el rumor contamina su vida real: miradas de sospecha o el silencio de amigos que creyeron la calumnia.
Las figuras públicas, en cambio, padecen una maquinaria más sofisticada, cuentas anónimas coordinadas saturan redes con acusaciones falsas de corrupción o acoso. A diferencia del ciudadano común, ellos tienen altavoz para defenderse, pero la sobrexposición multiplica el daño: una mentira repetida mil veces por anónimos se incrusta en el imaginario colectivo.
La impunidad es el hilo que une ambos casos, plataformas como Facebook o X fracasan en moderar grupos donde operan estos ejércitos anónimos, los mecanismos de denuncia son poco eficientes, y la eliminación de contenido tarda días —cuando ocurre—, mientras el daño se consolida.
El derecho al anonimato no puede ser licencia para el odio. Cuando un usuario encapuchado en un grupo dice «Es público, ¡aguántese!», en realidad grita «Mi cobardía es mi escudo». Y en ese grito, se degrada la esencia misma de la convivencia digital.