
Cada año cuando se acerca octubre podemos observar la tremenda porosidad de la cultura cubana como espacio físico. Habitualmente estar en las redes sociales y consumir productos provenientes de la exterioridad de nuestro espectro no posee tantos correlatos tangibles. La celebración de Halloween en plazas de Cuba incluso en las ciudades del interior viene creciendo como un fenómeno hasta ahora imitativo, mimético, que busca empatar a la isla con lo que se hace afuera. Son iniciativas privadas, no de las instituciones públicas, que como otras tantas han ido ganando potencia hasta tornarse casi un ciclo.
He tenido la oportunidad de conocer personas que incluso sostienen determinadas creencias en torno a la transición energética marcada por la fecha. Según las mitologías druídicas, Halloween es un punto en el año en el cual se borran las fronteras entre los mundos y pueden darse intercambios entre una y otra orilla. De ahí que se aluda a todo lo que posee una sustancia gótica, terrible, fantasmal. Las leyendas tienen un valor cultural, son el registro de la memoria de los pueblos y se exportan e importan como cualquier otro elemento de la ideología. Las narraciones de los campos y las ciudades de Cuba son fruto de una historicidad que nos determina, pero tampoco en su momento estuvieron exentas de influencia exterior. El mito de las madres de aguas posee correlatos en ideas europeas relacionadas con los periodos de sequía y el culto a seres sobrenaturales que son capaces de traer la abundancia del líquido. Se puede decir que el antepasado de nuestras serpientes son los dragones medievales. Asimismo, en Cuba se sostienen creencias en torno a los aparecidos como casas fantasmales, seres de los caminos (como el niño del diente largo), brujas, hechizos y resurrecciones (todo lo referente al contacto con la cultura vudú); pero lo que ha venido pasando con Halloween es una mezcla de transculturación y mercado con el contexto cubano que merece análisis y clama por un espacio de deconstrucción mucho más serio que lo hasta ahora evidenciado.
Halloween es un fenómeno de las ciudades y de ese sitio intermedio entre lo urbano y el campo cubano que son las villas y las cabeceras provinciales. Puedes ver una celebración en La Habana, sobre todo en negocios privados, pero también en Santa Clara en pleno parque Leoncio Vidal y con la participación de numerosos jóvenes. En dicha urbe, además, el proyecto cultural El Mejunje ha impulsado por años una lectura local y situada en los temas contextuales. Un concurso de disfraces se realiza a partir de los niveles de originalidad. Así, mientras en lo externo, en áreas del parque, vemos personajes de las sagas más sangrientas de Hollywood, en el interior del proyecto caminan personas que se visten de cosas tan increíbles como picadillo de soya, pasta perla o condón. La jocosidad cubana, el choteo, son elementos de lo criollo que pueden y tienen que estar presentes como piezas de resistencia en estos procesos que son más complicados de lo que suele creerse.
En ese punto intermedio de las villas, esas ciudades cubanas que no son urbes de peso, pero tampoco plenamente campo; los niños se reúnen en piyamadas durante el Halloween y bajo la supervisión de los adultos se disfrazan, se regalan juguetes o dulces que aluden al mundo del terror. Todo eso está conectado con dos cuestiones fundamentales: la emigración hacia los países anglosajones de muchos de sus familiares y amigos y el peso del consumo audiovisual de las redes sociales donde se están educando (o no) muchos de nuestros muchachos. El fenómeno no es malo ni bueno, simplemente sucede y puede ser una fecha que se piense en positivo en la cual se exalten los valores de la amistad y la unión. Sin embargo, hay que anotar que en el momento de máxima escasez que a veces existe con los constantes cortes de electricidad y la subida del precio de la vida, la celebración de Halloween puede leerse como un elemento sociocultural del resurgimiento de diferencias sociales. Unos pueden pensar en la cuestión del mundo de los muertos, pero otros están sumidos en la búsqueda de aquello que materialmente es perentorio.
Todo proceso de transculturación es complejo y está vinculado a reconformaciones de poder en el tejido de una sociedad. Si antes lo que se perseguía era lo propio, lo identitario y el proyecto nacional, ahora la crisis sostenida en lo material interno, la emigración y la porosidad del mundo del consumo determinan que no siempre los imaginarios nos acompañen en esa dirección. Estar en Cuba ya no es hacerlo en una isla que no se comunica de forma instantánea con el exterior. Internet barrió con las fronteras y las distancias e hizo irrelevante que Halloween fuera propio de los países con un arraigo anglosajón y celta. ¿Qué está expresando esta fecha para tantos cubanos que deciden celebrarla? Quizás el anhelo de una universalidad que ha estado presente como un elemento conflictivo de la formación nacional desde los inicios. La insularidad posee dos grandes lecturas en la historia de Cuba: por un lado lo excepcional, lo que nos separa y da un sitio especial ante el mundo, por otro, nos aísla e imprime ese impulso por salir y conocer, por no quedarnos en la isla que propende a moldearnos un pensamiento pigmeo e incompleto
