Dos cuarteles, dos ciudades y una historia común de heroísmo

 Entrada al entonces cuartel Carlos Manuel de Céspedes, de Bayamo. Foto: Armando Ernesto Contreras Tamayo
Entrada al entonces cuartel Carlos Manuel de Céspedes, de Bayamo. Foto: Armando Ernesto Contreras Tamayo

Los revolucionarios recopilaron información sobre los cuarteles, su número de soldados y posibles lugares de alojamiento. En Bayamo, se hospedaron en el Gran Casino, a dos cuadras del cuartel, bajo la excusa de abrir un negocio de pollos. En Santiago, se concentraron en la Granja Siboney, a unos 14 kilómetros del objetivo. Eran jóvenes inexpertos en tácticas militares, cuyas edades no superaban los 30 años, entre ellos Pablo Agüero y Ulises Sarmiento, de 17 años.

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En vísperas del suceso, el 25, la Ciudad Monumento Nacional lucía tranquila. Por la calle General García, principal arteria comercial, la gente iba y venía. La juventud empleaba el tiempo jugando billar, continental, póker…, nada alteraba el ritmo de la ciudad. Santiago, en cambio, vivía un ambiente de tensión, que mezclaba la vigilancia estatal con la vida cotidiana. La ciudad, aunque festiva por el carnaval, estaba bajo estricto control policíaco.

«Alrededor de las 7:00 p.m., Fidel llega a Bayamo, estaciona la máquina en la cafetería La Cubana, y se dirige a pie hacia el hospedaje, para no levantar sospechas. Sincronizan él y Raúl Martínez Arará sus respectivos relojes, para que la acción fuera simultánea, a las 5:15 a.m. del 26 de julio de 1953, junto con el asalto al Cuartel Moncada, en Santiago de Cuba», relata Elena Martínez Martínez, especialista de la sala museo Los Asaltantes, en Bayamo.

De regreso a Santiago, 135 jóvenes, autodenominados la Generación del Centenario, repasaban el plan en la Granjita Siboney, bajo un cielo de esperanza. Raúl Gómez García, poeta de la Generación, dio lectura al Manifiesto del Moncada y a sus versos Ya estamos en combate, mientras Fidel, con voz firme, clamaba: ¡Libertad o Muerte!, en un eco que atravesó toda la Isla. En ese momento, la historia y el valor se fundieron en un mismo latido.

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A las 5:15 a.m. comenzaron los disparos contra los muros de los cuarteles Carlos Manuel de Céspedes y Guillermón Moncada. En Santiago, de 135 asaltantes, solo cuatro se retiraron, mientras el resto avanzó en autos hacia el cuartel. En Bayamo, 21 de los 27 jóvenes iniciales persistieron en la arriesgada acción. Según Antonio Darío López García, el ataque en Bayamo fue rápido, duró menos de 30 minutos. La Patria, como un sueño herido, despertó entre disparos y esperanza.

«Atacamos por la parte de la caballería. Había unas cercas de alambre de púa, que no nos dejaban movernos con facilidad. Había también miles de latas vacías por todas partes (…) que nos denunciaron.

«Una posta que vimos en la penumbra nos dio el alto, el fuego de todas las armas nos cayó encima. Ahí mismo se formó la cosa».

Santiago dirigió sus acciones hacia tres puntos, encabezados por Abel Santamaría y Raúl Castro –que lograron sus respectivos objetivos de tomar el Hospital Civil y la Audiencia–, y el principal, con Fidel al frente, que llegó, de acuerdo con lo planificado, a la posta 3 del Moncada, a la que pudo desarmar, pero una patrulla de recorrido y un sargento que aparecieron, provocaron un tiroteo que puso en alerta a toda la guarnición.

La periodista Marta Rojas reseñó que el tiroteo «al principio se sentía intenso e ininterrumpido, luego se mantendría en forma esporádica hasta pasada las diez de la mañana, aproximadamente, en que cesó. A partir de ese momento, las descargas eran aisladas, pero provenían del mismo lugar: el Moncada».

El factor sorpresa fracasó en ambas regiones, tampoco contaban con las mejores armas. Ante ese contexto adverso a los asaltantes, no les quedó más que la retirada.

Una connotación sublime de aquella mañana de la Santa Ana la dio Jesús Orta Ruiz, por medio de memorables versos: «Santiago el Apóstol, marchito, dormía / como derribado por la algarabía / de conga y charanga, locura y alcohol (…) / la Patria en tinieblas vio sus rumbos claros / a la luz precisa de urgentes disparos».

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El pueblo de Bayamo, si bien no conocía de estas acciones, secundó el movimiento. Las familias Olazábal, Corona, Vázquez, Verdecia, Tamayo y el doctor Jiménez Corde dieron comida, techo y refugio a asaltantes como Adalberto Ruanes, Enrique Cámara Pérez, Orestes Abad y Agustín Díaz Cartaya.

No menos hospitalaria fue la heroica Santiago. El propio Raúl Castro dio fe de cómo la familia Quesada lo albergó, para protegerlo de la represión.

La orgía de sangre en la Ciudad Monumento Nacional fue dirigida por el teniente Juan A. Roselló Pando, quien asesinó a diez de los asaltantes, entre estos Mario Martínez Arará y José Testa Zaragoza, antes brutalmente golpeados.

Como muertos en un supuesto combate, en Ceja de Limones, cerca de Bayamo, aparecieron otros cuatro cadáveres. Colmo de la barbarie fue el atropello cometido contra Andrés García Díaz, su hermano de crianza Hugo Camejo Valdés, y Pedro Véliz Hernández, golpeados con la culata de los fusiles, amarrados por el cuello con una soga, y arrastrados con un jeep para estrangularlos.

En Santiago de Cuba, la represión sangrienta estuvo liderada por el coronel Alberto del Río Chaviano. Llegó a tales extremos, que hasta el propio Fulgencio Batista condenó su proceder.

Los vecinos del hospital vieron cuando, a media mañana, la soldadesca inició la «operación limpieza» en las zonas colindantes del Moncada, y sacaron del Hospital Civil a un grupo de prisioneros. Fue un despertar sangriento, permeado de horror.

El joven de 18 años, Pedro Ángel López, recibió un balazo en la región axilar izquierda que le atravesó el pulmón; la niña de diez años, Migdalia Toledano, fue herida de bala en la pierna izquierda. José Casamayor Caballero, de 48 años, murió por causa de las heridas de bala que sufriera en San Miguel No. 201.

En resumidas cuentas, Batista ordenó que, por cada muerto de su ejército, asesinaran a diez revolucionarios, y hubo otros 55 mártires.

Posteriormente, ante el tribunal que lo juzgaba, Fidel Castro denunció: «No se mató durante un minuto, una hora o un día entero, sino que en una semana completa, los golpes, las torturas, los lanzamientos de azotea y los disparos no cesaron un instante como instrumento de exterminio manejados por artesanos perfectos del crimen. El cuartel Moncada se convirtió en un taller de tortura y de muerte, y unos hombres indignos convirtieron el uniforme militar en delantales de carniceros».

El asalto a los cuarteles Moncada y Carlos Manuel de Céspedes, aunque no culminó con la victoria, fue una brújula para continuar la lucha revolucionaria, a partir de la lección de convertir los reveses en victorias.

La historia escrita en balas y versos quedó grabada en la memoria de Cuba, como una sinfonía de heroísmo y sacrificio. Setenta y dos años después, perdura en la Revolución que, como escribió Raúl Gómez García, alzaría la Estrella Solitaria en lo más alto del Turquino.

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