Bajo el cielo límpido de un agosto cubano, la isla entera se inclina ante la memoria del Gigante cuyo nombre aún vibra en el alma de su pueblo: Fidel Castro Ruz.
Hoy, cuando se cumplen 99 años de su natalicio, no es el polvo del tiempo lo que perdura, sino la luz inextinguible de su legado, faro y guía de una Revolución que se hizo para todos, con las manos abiertas y el corazón humanista.
Fidel no fue un hombre común; fue tempestad y semilla, fue verbo ardiente y acción firme. Soñó lo imposible y lo hizo realidad: una patria libre, una justicia social tallada en el sudor de los humildes, una educación que llegó hasta la última montaña, una salud que no distinguió entre ricos y pobres. Su vida fue un acto de amor a Cuba, tan intenso como el sol que besa sus playas.
Hoy, los cubanos levantan su recuerdo no con lágrimas de nostalgia, sino con gratitud rebelde. Agradecidos, porque Fidel les enseñó que la dignidad no se negocia, que la soberanía es sagrada y que los sueños, cuando son colectivos, pueden volverse invencibles.
Su voz, esa que atravesó décadas con la fuerza de un huracán, sigue resonando en las aulas, en los campos, en los laboratorios donde la ciencia es bandera, en el pecho de los jóvenes que heredaron su fuego, porque su ausencia física es compensada por una presencia eterna.
Fidel ya no está, pero está en todo: en el médico que salva vidas en tierra africana, en el niño que lee bajo la luz de una escuela, en el campesino que siembra con orgullo su tierra. Es el Comandante que se multiplicó en pueblo, en lucha, en esperanza.
Cuba, hoy, no mira atrás con melancolía, sino adelante con la misma fe que él le inculcó. Porque Fidel no es pasado: es camino. No es silencio: es canción. No es adiós: es hasta siempre.
A 99 años de su nacimiento, el Gigante sigue siendo luz. Y su Revolución, como él quiso, sigue siendo para todos.