Manzanillo, 233 años de mar, música y memoria

Foto: Lilian Salvat
Foto: Lilian Salvat

Manzanillo se extiende como un poema frente al Golfo de Guacanayabo, donde el mar no solo baña sus costas, sino que le susurra su historia. A 233 años de fundada, la ciudad no se detiene, respira, canta, se transforma.

No despierta, se despereza como una abuela que aún recuerda sus danzones; el sol le acaricia las arrugas con ternura, y el mar, como espejo cómplice, le devuelve la imagen de una ciudad que no oculta sus años, sino que los canta.

En el centro, la Glorieta morisca, joya arquitectónica de estilo ecléctico que se alza con elegancia desde 1924,  como corazón de piedra que aún late. Sus arcos polilobulados no son ornamento, son suspiros detenidos; bajo su sombra, los trovadores improvisan, los niños juegan a ser poetas, y los ancianos cuentan historias que no caben en los libros.

El malecón manzanillero es una arteria de sal por donde camina la memoria, las esculturas son oraciones sin templo, los murales, evangelios populares, y la estatua de Benny Moré canta sin voz, pero con eco; allí, cada ola que rompe parece decir: “todavía hay música”.

Su arquitectura, mezcla lo neocolonial con lo popular, casas señoriales, balcones de hierro forjado, patios interiores y calles que conservan nombres con historia; la Casa de Cultura, el Museo Municipal, cada espacio guarda memorias que se transmiten como herencia viva.

La cultura popular se respira en cada esquina, con sus refranes y ocurrencias que se comparte en voz alta, entre risas y café; el Ron Pinilla servido con discreción y complicidad, acompaña tertulias espontáneas donde se mezclan política, poesía y picardía, en tanto, aunque un poco ausente en su recinto habitual, la liseta frita  sigue siendo sabor de identidad de una urbe que pesca la luna en el mar.

Los carnavales, aunque transformados por el tiempo, conservan su espíritu en la Avenida Primero de Mayo  y el malecón, se improvisan sogones, se baila con el Órgano oriental y se recuerda que la fiesta también es resistencia. Las comparsas, las carrozas, los disfraces y los fuegos artificiales son memoria colectiva.

La Orquesta Original de Manzanillo, fundada en 1963, es insigne de la ciudad, sus sones acompañan aniversarios, actos públicos, serenatas y celebraciones; la voz que no envejece, el ADN sonoro de una ciudad que se reconoce en sus notas.

Hoy no se viste de gala ni se maquilla para la ocasión, sus grietas son versos, sus balcones vencidos son estrofas que el tiempo ha escrito sin borrar. La arquitectura, antes altiva, hoy se inclina como quien pide que la miren con compasión, no con lástima.

Lo que se desmorona no es olvido, es espera, de manos que restauren, de ojos que miren sin indiferencia.

El humor aquí no es evasión, es resistencia disfrazada de carcajada, cada refrán, cada ocurrencia, lleva siglos ocultos detrás de su risa fácil.

La ciudad no se vende como joven, Manzanillo envejece, sí, pero lo hace con ternura y orgullo, sus grietas hablan, sus ruinas enseñan, sus sombras abrazan. Y su gente, la que ora, la que canta, la que siembra, la que recuerda, la sostiene con palabras, con actos, con fe.

Porque Manzanillo no es solo lo que se ve, es lo que se siente bajo la piel del viento, lo que se imagina entre los portales, lo que se narra con los ojos cerrados; y mientras el Sol se acuesta sobre el horizonte del Guacanayabo, la ciudad se queda ahí, firme, cantando su edad como un himno, intentando, siempre pescar la luna entre las olas.

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