Seis de octubre de 1976, el día en que el terror atravesó el corazón del Caribe.

El martes 6 de octubre de 1976 amaneció con ese sol implacable del Caribe que todo lo baña, mientras que en el aeropuerto Seawell de Barbados, el vuelo CU-455 del Douglas DC-8 de Cubana de Aviación se preparaba para lo que debería haber sido un trayecto rutinario hacia Jamaica y luego a La Habana.

Entre los tripulantes se encontraba la manzanillera Marlene González Arias, quien era aeremoza y estaba a pocas horas de celebrar su cumpleaños. Junto a ella, en la cabina se encontraba su esposo, el piloto Ángel Tomás Rodríguez Valdés, quien había gestionado un cambio de turno para acompañarla en esta fecha especial.

Se dice que la aeronave despegó normalmente, y el zumbido de los motores se mezcló con las voces de los 73 ocupantes. Entre ellos, 24 jóvenes del equipo nacional de esgrima que regresaban triunfantes del IV Campeonato Centroamericano y del Caribe, además de etudiantes guyaneses, diplomáticos coreanos y familias completas.

De repente se sintió una primera explosión, la cuál no fue un ruido cualquiera, sino un estallido sordo que sacudió el fuselaje. En la cabina, las luces de alarma se encendieron simultáneamente, fue entonces cuando el Capitán Wilfredo Pérez Pérez comunicó a la torre de control; «¡Tenemos una explosión a bordo! ¡Descendemos inmediatamente!.»

Luego se sintió una segunda explosión, esta vez más potente, la cual desgarró el avión, el humo inundó la cabina y los gritos se confundieron con el estruendo. Desde tierra los testigos observaban cómo la nave, convertida en una antorcha incontrolable, perdió altura dramáticamente.

Al mismo tiempo las comunicaciones se interrumpieron provocando que el vuelo CU-455 desapareciera de los radares, y en el mar, a solo ocho kilómetros de la costa, se formara un cráter de espuma y restos humeantes.

En nuestra ilsa la noticia conmocionó a todo el pueblo, y el 14 de octubre, más de un millón de personas desfilaron ante los restos de las víctimas en la Plaza de la Revolución, mientras que nuestro eterno Comandante en Jefe Fidel Castro, visiblemente afectado, expresó el sentir colectivo; «Cuando un pueblo enérgico y viril llora, la injusticia tiembla».

Las investigaciones posteriores no dejaron dudas de que esta barbarie había sido un cruel atentando, el resultado afirmó que fueron dos bombas de C-4, colocadas en el baño trasero y en la sección media de la cabina por los terroristas venezolanos Hernán Ricardo y Freddy Lugo.

Los ejecutores materiales confesaron haber actuado bajo las órdenes de los criminales de origen cubano Luis Posada Carriles y Orlando Bosch, financistas de la Coordinación de Organizaciones Revolucionarias Unidas (CORU).

Entre las 57 víctimas cubanas, once guyanesas y cinco norcoreanas, la pérdida de la manzanillera Marlene González y su esposo Ángel representa un dolor particular, una herida que aún hoy, 49 años después, late en la memoria de esta ciudad.

Aunque los autores materiales fueron condenados en Venezuela, los cerebros del atentado nunca pagaron por sus crímenes. Orlando Bosch murió impune en Miami en el año 2011, mientras Luis Posada Carriles, protegido por el gobierno estadounidense, falleció en 2018 sin haber enfrentado la justicia.

Por lo que desde el 2010, conmemoramos cada 6 de octubre como el Día de las Víctimas del Terrorismo de Estado, manteniendo viva la memoria de los 73 y de todos los cubanos caídos en actos de agresión.

Hoy, cuando las olas besan nuestras costas manzanilleras, recordamos que el mar se llevó mucho más que un avión aquel seis de octubre, se llevó sueños, futuros, y el ritmo de 73 corazones que laten en nuestra memoria.

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