Un documento penoso (I parte)

Ha circulado una declaración conjunta sobre derechos humanos en Cuba, elaborada por el Centro David Rockefeller de Estudios Latinoamericanos, el Centro Hutchins de Investigaciones Africanas y Afroamericanas y el Instituto de Investigaciones Afrolatinoamericanas de la Universidad de Harvard. La amplitud de los respectivos campos de trabajo de estas instituciones, así como las zonas que comparten, hace pensar que esta confluencia para la confección y presentación pública solo puede deberse a una situación absolutamente excepcional de las comunidades afrolatinoamericanas y afroamericanas; de esta manera, mientras que la coincidencia entre campos de acción se verifica, en el nivel las poblaciones afrodescendientes del continente podemos imaginar la existencia de una suerte de «efecto de derrame» que se traduce en que lo apuntado en el documento también opera como ejemplo o guía –cuando menos– para grupos subalternos de Latinoamérica (por ejemplo, indígenas) y minorías (por ejemplo, hispanos) en Estados Unidos. Fui becario del Centro David Rockefeller de Estudios Latinoamericanos en el año 2000 y del Centro Hutchins de Investigaciones Africanas y Afroamericanas junto con el Instituto de Investigaciones Afrolatinoamericanas de la Universidad de Harvard en el año 2016; aunque no tengo total certeza de ello, creo haber sido el único cubano residente en la Isla que ha gozado de semejante condición en estas tres instituciones. Dado que, además de esto, soy escritor y negro, la invitación a diálogo en la que insiste el documento y la atención que deposita en grupos afrodescendientes cubanos me estimulan a compartir algunas valoraciones.

El documento se anuncia realizado por «unidades de investigación y docencia», propone una «enérgica condena a la reciente represión del gobierno cubano contra artistas y activistas que buscan la libertad artística y la libertad de expresión», y llama al alineamiento con dicha posición. ¿Qué hacer con este texto que estima que los medios estatales cubanos desacreditan «activistas, incluidos artistas visitantes de Harvard» como «mercenarios» o agentes de gobiernos y organizaciones extranjeras hostiles, a la vez que no dice la más diminuta palabra sobre si realmente existen mercenarios (sin entrecomillar), agentes de gobiernos y organizaciones extranjeras operando contra la estabilidad nacional en Cuba y financiados con dinero procedente de Estados Unidos. No de organizaciones privadas, sino con presupuestos estatales, anualmente asignados para cambiar (sea cual sea esta) la realidad nacional cubana. ¿Hay alguna conexión entre la entrega de estos fondos en manos de actores cubanos y las actitudes políticas (y las expresiones públicas organizadas como actos de oposición) de tales actores? No incluir, como parte del panorama de la Isla que dibuja la declaración, aunque sea la consideración mínima de que exista algún lazo de causa-consecuencia entre financiación-proyección política, o es un caso de inocencia alucinante o un típico ejemplo de conducta de avestruz, con la cabeza enterrada en la arena para no ver.

Además de ello, el documento –cuya intención principal es manifestar apoyo a los participantes del llamado Movimiento de San Isidro– propone una genealogía según la cual este acontecimiento surgió como respuesta al «Decreto 349 que criminaliza la creación artística independiente». Una vez más, el texto prefiere no decir que el Decreto 349 no solo no criminaliza la creación artística independiente, sino que resulta ser nada menos que aquel que define como sujetos de sanción administrativa e incluso penal los chistes y actos racistas en espectáculos y otros actos públicos dentro del sistema institucional del Ministerio de Cultura, lo mismo que en espacios no institucionales de presentación artística. Aquí debe ser agregado que el decreto, que nunca fue aplicado a ningún artista, fue debatido entre autoridades culturales y artistas en encuentros sostenidos al efecto en todas las provincias del país en ambientes de diálogo constructivo.

Utilizar la pobreza histórica de más de 200 años, en San Isidro («es un barrio pobre habitado mayoritariamente por afrodescendientes», dice el documento), iguala temporalidades diferentes y –sobre todo– aligera, hasta prácticamente borrarlo, el enorme impacto dignificador que en las poblaciones del lugar tuvo la Revolución cubana de 1959. Es por eso que, en lugar de una masa amorfa de «pobres» (abandonados, alienados, sin acceso a ninguna posibilidad de desarrollo) allí hay –como en los más disímiles espacios de la Isla– policlínicos, escuelas, instituciones culturales, etc., al servicio de un universo de personas de las más variadas profesiones, razas y niveles culturales.

Si bien la pobreza cubana es innegable, identificarla como detonador de incomodidades sociales (articuladas o no en el espacio público) sin decir una línea sobre la responsabilidad inmediata, directa, que en ello tiene la continuada política de embargo/bloqueo de los Estados Unidos contra la Isla durante 60 años, es una decisión doblemente cuestionable: como modelo académico de análisis de un acontecimiento social y como gesto ético.

En este punto, no hay manera de que este embargo/bloqueo no nos obligue a tal toma de posición que afecta todos los campos del pensamiento y la vida; en especial porque depende (para su promulgación y sostenimiento a través de continuas reformulaciones) de la enorme desmesura que existe entre la nación más poderosa en toda la historia humana y una isla subdesarrollada, con una economía débil. A partir de aquí debe ser visto con otra luz si las autoridades de la Isla cometieron (o cometen) los errores que hayan podido ser en la administración de su pequeña economía porque lo que el gesto ético obliga a no callar es que esto ha ocurrido debajo de una de las presiones desintegradoras más violentas que ningún país haya sufrido jamás. En cuanto al llamado Movimiento de San Isidro, hay unos pocos segundos de una grabación hecha con teléfono celular en la que Luis Manuel Otero Alcántara (la principal figura líder) parece estar respondiendo alguna interpelación crítica que le acaba de hacer una mujer de edad mayor; aquí, en tono de respuesta, Otero, visiblemente disgustado, reprende a la mujer con una frase: «Por eso mereces comer perritos». Para quienes desconozcan Cuba, la escena habla de humildes paquetes de «perro caliente», lo cual no es solo lo que esta mujer pobre alcanza comprar, sino lo que en muchas ocasiones el Estado (cuya estructura económica es golpeada sin pausa por las arremetidas diversificadas que se tejen para conformar el embargo/bloqueo) consigue ofrecer a su población. El atractivo de la escena, un instante aislado en la ejecutoria del personaje, unos pocos segundos sin aparente significación, justamente está en que el intercambio hace transparente que «lo real» no trata de artistas oponiéndose a un decreto ministerial, ni de «derechos humanos», ni de educadas peticiones de «diálogo y comprensión», sino de la proyección de un actor político situado en la línea del retorno de Cuba al circuito del mismo capitalismo dependiente del que una vez salió.

Si el desaprovisionamiento en condiciones de hostilidad externa es doloroso, lo realmente terrible y deleznable es que Otero, con una vaciedad política total, hace dos cosas espantosas: se presenta a sí mismo como supuesto líder racial, pero le habla a una mujer también negra con el lenguaje de un autoritarismo y una ausencia de empatía que la memoria de esos sectores pobres registra como proveniente de los sujetos de esa hegemonía blanca que desde siempre los reprimió. Y, acaso peor aún, la respuesta lleva implícita la seguridad de que –sea cual sea el modelo de mundo post-socialista que Otero imagina para el país– sectores pobres como los que esa mujer representa (desde San Isidro hasta todas las zonas de pobreza) van a recibir algo mejor.

Por cierto que no se me escapa la facilidad con la cual aquí, en este exacto punto, es tentador introducir un comentario irónico y afirmar que, aunque sea, la persona pobre del mundo post-socialista va a comer mejor; pero entonces habría que sostener también la afirmación de que esta es una verdad universal para cualquier subdesarrollo del capitalismo global o (como he escuchado en numerosas ocasiones) unir dos realidades en alucinante combinación: sostener que el post-socialismo cubano va a estar lleno de posibilidades gracias al alto nivel de instrucción y cultura que hay en la población (¡cosa que se debe a la propia Revolución que es negada!) e identificar y traducir esta población educada con una enorme reserva potencial de obreros, técnicos, empleados de servicio y profesionales de todo tipo al servicio del tipo de transformación del país que se produzca cuando suceda el encuentro final con el gran capital (que es muy difícil que no sea muy mayoritariamente estadounidense).

Este sueño entreguista, incapaz de percibir la violencia de la pobreza que el capital genera en zonas de subdesarrollo, es portador de un debate sobre pasado-presente y reduce al sujeto popular al nivel de si come o no algo mejor que ese «perrito», sin alcanzar a ver, interpretar o colocar en sus estructuras de análisis aquellas garantías que –para el desarrollo de la persona humana– el Estado socialista de un país pobre ofrece a sus poblaciones en las esferas de la Salud y la Educación (ambas gratuitas y universales), la protección laboral y la seguridad de nunca ser obligado a dejar la vivienda que se habita por causas económicas.