Manzanillo. Diciembre 21.- Desde esta ciudad del Golfo del Guacanayabo en un diciembre caribeño, cuando la brisa acariciaba las palmas con murmullos de promesa, la isla se preparaba inconsciente para recibir un nuevo latido. Era el día 21 del último mes del año 1963, y en el oriente cubano, en esta tierra ardiente y fértil de Manzanillo, la Música, con mayúscula sagrada, susurró un secreto al oído de un joven de mirada concentrada y manos predestinadas.
Wilfredo «Pachy» Naranjo, con los dedos posados sobre las teclas como un amante ante el primer roce, ignoraba que en ese instante preciso, el destino tejía con hilos de melodía la génesis de una leyenda: La Original de Manzanillo.
Aquella primera nota, tímida y sincera, fue un juramento no pronunciado, un pacto de amor entre un hombre, su ciudad y el sonido que anhelaba nacer. Junto a un grupo de almas inquietas, Pachy empezó a bordar una sinfonía que llevaría el nombre de su cuna geográfica y emocional. No era solo una orquesta lo que veía la luz; era el comienzo de un idilio colectivo, un romance público donde el pueblo se reconocería en cada compás, en cada estribillo que hablaba de su tierra, su sal y su sol.

Seis décadas y dos años han transcurrido desde aquel alumbramiento sonoro, y la emoción todavía nos anuda la garganta. Mirar a Pachy frente al piano, ayer con la urgencia del descubrimiento y hoy con la sabiduría del oficio repetido y amado, es comprender la esencia pura de la vocación. Esto nunca fue un simple camino hacia la fama, sino una entrega absoluta, un acto de fe cotidiano y un servicio de amor a un ritmo que se convirtió en identidad. La fama es un visitante fugaz; la devoción, en cambio, es un habitante permanente del alma.
Gracias, oh Música, eterna musa caprichosa, por haber elegido esas manos para ser tus instrumentos. Por haber depositado en sus yemas la semilla de un sonido que sería bandera y abrazo. Tú, que recorres el mundo buscando corazones donde anidar, supiste ver en aquel muchacho de Manzanillo al custodio perfecto para un tesoro que pertenecería a todos. Le diste no solo el talento, sino la humildad para alimentarlo con sudor y constancia, para hacer crecer un jardín musical donde todos pudieran bailar.
Gracias por el regalo infinito de permitirle vivir una vida entera enamorado de su quehacer. Porque hacer lo que se ama es el más alto de los privilegios, un matrimonio feliz entre el deseo y el deber. Cada ensayo, cada viaje, cada noche bajo los focos ha sido un acto de fidelidad a ese primer amor juvenil, un «sí, quiero» renovado ante el altar del escenario, con el pueblo de testigo y celebrante.

Y he aquí el milagro que conmueve: sesenta y dos años después, el romance entre Pachy y el piano permanece tan intacto y fervoroso como aquella primera vez. Es un diálogo que no conoce el desgaste, una complicidad que el tiempo ha afinado. El piano no es para él un mueble con teclas, sino un confidente, un compañero de lecho creativo, el cómplice con el que sigue susurrando y gritando las historias de su gente. Juntos, hombre e instrumento, esperan con ansia dulce la llegada de cada diciembre, para convertir la celebración en rito, y el cumpleaños, en una nueva promesa de eternidad.
El corazón de Manzanillo, ese puerto que lo vio nacer, ya late con fuerza, anticipando la fiesta. Su ritmo se funde con el redoble de los timbales, el llanto dulce de la flauta y el crujir de las maracas. La charanga suena, y es el sonido de la memoria feliz, del orgullo que se hizo canción y de un amor que, nacido en un diciembre remoto, sigue floreciendo en cada amanecer. La historia de la música cubana tiene en esa fecha una página escrita con tinta indeleble, y en cada nota de La Original, el latido eterno de un romance que empezó con las manos de un joven sobre un teclado, soñando, sin saberlo, con la gloria sencilla y perpetua de hacer bailar a su pueblo.