100 años: Elogio de la radio

Dicen que fue con una corneta de juguete que comenzó todo, que Luis Casas Romero daba el toque de atención y tras captar el cañonazo de las nueve desde San Carlos de  la Cabaña, decía ante el micrófono: “Son las nueve en punto”. No era simplemente la hora, era un conjuro para soñar. Luego venía el pronóstico del tiempo, y a seguidas, su hija Zoila Casas presentaba una canción y narraba un breve historia infantil.

Sería una corneta de juguete, sí; pero el  compositor, flautista  y director de banda Luis Casas Romero y su familia, no jugaban. Desde su casa en Ánimas 99, surcaron el aire las primeras transmisiones habituales de la radio cubana. No es que no hubiese antecedentes ilustres ―como el caso de Manolín Álvarez en Caibarién―, sino que la 2LC se convirtió en símbolo de una nueva época hace ya cien años

Le han decretado  muchas muertes, pero la radio es una continua renacedora. No es hermana menor de nadie,  su estatura está probada. Es una manera colectiva de hacer arte y en consecuencia, forja lazos irrompibles. La radio reconcentra la atención:  no se distrae en edades, rostros, vestidos, gestos. Ese carácter medular, suele dar verdaderas lecciones.

Cuando menciono esa palabra, “radio”, se produce el milagro. El tiempo descorre los caminos andados y aparece un niño de uniforme azul y blanco, con el arito rojo de su pañoleta en el centro del pecho.

Aquel infante que conozco de cerca, sabía que cuando sonaba el espacio “Por nuestros campos y ciudades”, debía entrar al baño, y a seguidas, al filo del mediodía, cuando Radio Progreso anunciaba “Alegrías de sobremesa”, tenía que estar listo para el almuerzo, sin detenerse en el plato: ya la alegría la había puesto la radio. Minutos  después, ponía rumbo hacia la escuela. Y allá me iba ―flotando en el aire aún―, con  las historias que creaba el mago Alberto Luberta.

En la mitad de mi adolescencia se mudó a mi barrio el locutor José Armando Guzmán Cabrales, a la larga, Premio Nacional de Radio. Me detenía frente a su casa solo para escucharle. Ni que decir cuando un día me pidió poesía para el mítico programa “Domingo a las once” de la emisora  CMKC… y vi flamaer mis versos pequeños en su voz gigante.

Hay mucha estirpe en la gente de la radio

La radio se me aparecía, se presentaba sin pedir permiso, me seguía… empero nunca pensé que la radio sería mi destino. El destino empuja. Un día de 1991, crucé la Plaza de la Revolución Antonio Maceo  ―el sol en el cenit―  y me dirigí del periódico Sierra Maestra a Radio Siboney. Llegué a la pequeña casa radial santiaguera, a la emisora cultural, sin mirar atrás.

Y la  radio, generosa como es, me abrió las puertas. Con el tiempo, he tenido la suerte, la grandísima suerte, de que otras casas radiales del territorio y del país hayan confiado en mí. Confiar es siempre un acto de amor. Hay mucha estirpe en la gente de radio.

Me ha tocado reportar, estrenar, despedir, entrevistar, criticar, aclarar, cronicar, develar, escribir y sobre todo escuchar. Aprender a escuchar. Escoger las palabras con la inflexión exacta, entrar a la alquimia de la edición, arder con las transmisiones en vivo, dirigir una puesta, decir lo que hay que decir… puede hacerte sangrar.

Perdóneseme que hable de cerca, es siempre lo que uno conoce de manera más cabal. Recuerdo un programa que narraba el justo instante en que Rodrigo de Triana da aquel grito salvador, desesperado, eufórico, desde el palo mayor de La Pinta, cuando tras dos meses de viaje, divisa una ínsula de las Bahamas… pero, ¿cómo bordar la atmósfera de aquel momento trascendental de la historia del mundo? ¿cómo podría la locutora-actriz desdoblarse en marinera?  ¿Cómo hacerlo creíble?

Y allá la vi, a Kenia María González, irse al fondo de la cabina, pegarse a la pared, situar las manos al lado de los labios, tomar aire, suspirar, subir  y dar la voz de….¡TIERRRAAAA….!

Ese grito lo tengo en la memoria, eso y la música épica que iba llenándolo todo. Un oyente nos llamó y dijo que había visto la nao, las olas, la costa, el nuevo  mundo.

La radio es imbatible

Y es que la radio ―ya se sabe―, es la gran pantalla. Quítesele la  capacidad evocativa del sonido y el color de una voz. Quítesele el testimonio y la memoria. Quítesele la música y la imaginación. Quítesele a la gente fiel que la ama… y habrá naufragado no solo la radio misma, sino parte de lo más valioso de nuestro ser como nación.

La paralización de un país con la radionovela “El derecho de nacer”, el aldabonazo de Chibás, la alocución interrumpida de José Antonio Echeverría, el medio siglo de “Alegrías de Sobremesa”, son hitos de la radio cubana. Solo refiero unos pocos, poquísimos, como muestra.

La radio es el espacio legitimador de la música y los músicos, por antonomasia. Y hablar en Cuba de música, no es solo hacerlo de un manifestación artística, sino del carácter de un país.

La radio clandestina y rebelde desde la Sierra Maestra, su permanencia ante azotes extraordinarios como eventos meteorológicos y epidemias, las narraciones olímpicas, los buenos días del centenar de emisoras cubanas a lo largo y ancho del archipiélago, el dialogar sobre las pequeñas, urgentes, imprescindibles cotidianidades… demuestran que tras los micrófonos se ha gestado parte de la historia y la cultura cubanas.

Cada emisora de radio es una escuela, un centro de comunicación y una  institución cultural. Sin ese hacer común la experiencia, la huella de muchas generaciones y la continua reproducción simbólica y material de estos tiempos, ya no es posible concebir la civilización humana.

Santiago de Cuba posee hoy la mejor cobertura radial del país. Cada uno de sus municipios posee una emisora y suma once en total, al sumarse las tres plantas de su ciudad cabecera.

Todavía cabe un ejemplo más, que justamente los santiagueros jamás olvidaremos. El paso inmisericorde del huracán Sandy, un parteaguas en la historia de la ciudad. Cuando todo vino abajo: árboles, torres, cables,  techos… cuando mucha infraestructura colapsó, solo quedó la radio para informarnos. Desde el subterráneo de la Universidad de Oriente, Radio Rebelde se mantuvo firme en aquellas horas increíbles, describiendo  el recorrido del meteoro. Y días después, con altavoces, con baterías, poniendo el pecho, la radio local siguió transmitiendo para romper las tinieblas.

Lo dije entonces y lo reafirmo siempre: la radio es imbatible. La radio es grande. Es grande porque es humilde. Es humilde porque está al lado de la gente con sus sudores,  con sus fulgores, y a esos caminos ha de seguir apostando, como la única manera en que vale la pena seguir.