No hay quizá un apellido más exacto: Camilo tenía la intensidad de cien fuegos, y fue por la vida hecho voluntad, dándose por la causa que escogió, con la audacia de quien no concibe que el peligro se interponga entre la realidad y el sueño.
En él convergieron virtudes que lo hicieron parte de lo sagrado en el imaginario de la Isla: sencillez, arrojo, lealtad, alegría, inteligencia.
Pero esa grandeza de Camilo y el cariño que para él nació en la gente, no parte de su excepcionalidad; sino, muy por el contrario, de encarnar –al decir del Che– la imagen del pueblo, de ser el «que está presente en los otros que no llegaron y en aquellos que están por venir».
En su estatura imponente de jefe guerrillero estaban, también, la calidez de muchacho de ciudad, la tenacidad del joven trabajador, la ilusión del estudiante.
Su sonrisa amplia era la misma de un espíritu nacional que es capaz de la broma más intrascendente, justo después o antes de un sacrificio total por la justicia, por el bien mayor de la Patria, por defender todavía la bandera y hacerlo, incluso si esta estuviese deshecha en menudos pedazos, o después de muertos.
No es casualidad que fuera hombre de confianza de Fidel, que se le encargaran misiones muy complejas, ni que su juventud brevísima nos siga conmoviendo desde un presente tan complejo.
Camilo estaba hecho de la materia limpia con que se forjan los hombres buenos; pudieron advertirlo sus contemporáneos, y lo hemos hecho las generaciones sucesivas.
Dejó tanto sin hacer y a la vez lo hizo todo, y ahí quizá estribe su mayor legado: la confirmación de que el presente es todo lo que tenemos para fundar.
La sobrevivencia depende de los pueblos, solo ellos pueden alimentar la memoria de sus elegidos. Por eso Camilo anda despierto en el amor de Cuba, porque fue merecedor de esa devoción, y con ella nos ampara y premia: en la medida del amor a los que fueron están la dignidad y la fuerza para defender la obra.