Canto patriótico que no envejece

Lo más emocionante de mi primer día escolar fue el matutino, especialmente el instante en que una añeja maestra sentenció “entonemos todos las notas del himno de Bayamo”. Por aquel entonces yo, una chiquilla de unos 5 años, no podía imaginar qué era un himno y muchos menos por qué de Bayamo.

 

Me dejé llevar por lo que hacían los demás y simulaba tatarear a la perfección la letra, así experimenté emociones incalculables y difíciles de describir con palabras. Hasta hoy las siento mientras lo canto y el pecho me quiere estallar. Luego de dos décadas de vida reconozco el valor de cada uno de sus términos y hechos que le ratifican.

 

Al corear el himno, estrenado por el pueblo bayamés el 20 de octubre de 1868, siento más orgullo de ser cubana y asaltan mi mente las principales conquistas protagonizadas por los habitantes de esta isla, desde Perucho Figueredo montado en su caballo distribuyéndole, hasta nuestras glorias deportivas quienes reciben las merecidas preseas con la tonada de fondo.

 

No existe en el mundo uno más lindo, porque resume gloriosas epopeyas, sacrificios e ideales, al punto de describirnos frente a cualquier desconocido.

 

Es bandera que sentencia la disposición de morir por la Patria que nos vio nacer, como plácida existencia. Con sus notas ratificamos el propósito de mantener lo logrado como tributo a quienes ofrecieron con su sangre matices melódicos a este cántico revolucionario que, increíblemente, no pasa de moda y siempre está en la preferencia.

 

Tal es el respeto que nos detenemos al pasar cerca de donde se esté cantando, a tiempo que desempolvamos la historia y sacamos cuentas de las generaciones que lo han hecho.

 

No hay instantánea que logre captar la química que se forma al juntar el himno, la bandera de la estrella solitaria y el escudo de la palma real, cada uno enriquece el significado del otro y vuelve inquebrantable la fuerza de los ideales de los cubanos.

 

Hoy más que nunca le cantaremos sin importar que seamos sopranos, barítonos o roncos, mal o bien entonado lo que vale es sentirlo correr por nuestras venas como vital transfusión de heroísmo e independencia, esa que no desfallece como tampoco lo hace su longevo testigo de 149 años.