Buenos días. Agradezco a los astros, las circunstancias y las voluntades que se han alineado para propiciar mi participación en esta significativa edición 58 del Premio Literario Casa de las Américas. Es un privilegio venir a la Casa a compartir labores con distinguidas figuras del arte literario, el pensamiento y la erudición procedentes de toda la anchura del hemisferio—Norte, Centro, Sur y Antillas—además de España. Por ese privilegio, quedo endeudado con el Presidente de la Casa, el poeta y ensayista Roberto Fernández Retamar, y con el Consejo de Dirección por haber tenido a bien invitarme a formar parte del jurado y asignarme estas palabras de apertura. Doy infinitas gracias a los dirigentes en los distintos estamentos organizativos de la Casa con quienes he tenido mayor comunicación, especialmente al director del Centro de Investigaciones Literarias Jorge Fornet Gil y a colegas como Yolanda Alomá Reyna y Juan Mesa Díaz, quienes han puesto cuidadosa atención a los detalles logísticos esenciales para traerme a esta Sala Che Guevara tan colmada de historia y de memoria.
Al pueblo cubano hay que agradecerle que protagonizara aquella gesta libertaria que todavía, a la vista retroactiva de seis décadas después, sigue pareciendo inconcebible. Con sus barbudos al frente, este pueblo la logró y con ella dió al resto del hemisferio razón para soñar la utopía de una sociedad igualitaria como meta factible. El contacto con esa epopeya comenzó temprano para mí. De niño en Santiago de los Caballeros, República Dominicana, veía a mi madre Aida juntarse con vecinas en el cuarterío donde vivíamos a escuchar noticias de los barbudos en una de las viviendas que tenía un radio equipado para recibir trasmisiones desde Cuba. Aida no llegó a un alto nivel escolar. Dudo que terminara la primaria. Pero algo le inducía simpatía por lo que hacían los barbudos. No era pequeño el número de vecinos y vecinas de origen humilde que compartían esa simpatía por la rebeldía que efervecía en Cuba.
El número de simpatizantes se fue achicando, sin embargo, en la medida en que se intensificaba la campaña difamatoria contra esa Cuba cundida por el “comunismo ateo y disociador”. La nueva Cuba lucía demoníaca en los relatos ofertados por los medios de prensa nacional, la Iglesia, el gobierno y la potente radioemisora internacional La Voz de los Estados Unidos de América, que se sintonizaba diariamente en la zapatería de mi tío Pompo, donde comencé a trabajar desde los diez años. De una revista de historietas, o “munequitos” como entonces les llamábamos, que se distribuía gratis en una campaña de alfabetización, en particular un número que traía el relato de un lanzador en el marco del béisbol cubano durante el gobierno revolucionario. Se trataba de un lanzador exitoso cuya carrera se interrumpe debido a una enfermedad grave que lo aflige de repente, dejándolo al borde de la muerte. La familia es pobre y muy devota en su fe cristiana. En el hospital, los médicos se desentienden del paciente y en esa coyuntura el hijo del lanzador, un chiquillo de alrededor de diez años, deseperado, busca la manera de metérsele en la oficina al director del hospital. Con amabilidad burocrática, el señor director escucha el angustioso drama que vive la familia y le pregunta al niño si la familia ha hecho algo para ayudar al enfermo. El interpelado le habla de los rezos y la súplica a Dios para que le devuelva la salud, a lo cual el director responde recomendándole que regrese a casa y que con su familia repitan la petición religiosa y que vuelva al día siguiente a su despacho a contarle el resultado antes de considerar medidas alternativas. El diligente niño sigue el consejo del director, regresando al otro día a contarle frustrado que la salud de su padre seguía grave no obstante los padrenuestros y las avemarías que la familia había entonado. Entonces, con teatral empatía, el señor director sugiere al niño volver a repetir la operación pero esta vez dirigiendo su pedido no a Dios, sino a Fidel. Consciente de que el chiquillo seguiría el consejo, el director dispone de inmediato que el lanzador sea recluido de nuevo en el hospital y sometido al más esmerado cuidado médico, tras lo cual el paciente da visos de recuperación, y, en poco tiempo, puede regresar al montículo y retomar su exitosa carrera de béisbol. Discursiva y gráficamente la citada edición de los muñequitos hace ver que al final el hijo del deportista termina convencido de que Fidel puede más que Dios. También se suponía que yo, como lector infantil del texto, quedara indignado por las argucias de que eran capaces las autoridades cubanas con el fin de separar a la población de su fe religiosa.
Quizás debido debido al éxito de campañas como la que dramatizaba el relato sobre el lanzador enfermo, para los años de mi adolescencia ya tenía uno que haberse politizado y haber aprendido a reconocer la lógica de la injusticia y la desigualdad en su enorno inmediato para tener la simpatía por el proyecto cubano que mi madre, sin esa formación, había valorado desde los momentos de la Sierra Maestra y la entrada triunfal a La Habana en enero del 59. Pero, en términos generales, los dominicanos han preservado la solidaridad con la Cuba revolucionaria. Supongo que ello se deberá a los muchos momentos en que nuestros dos pueblos se han echado una mano en la lucha contra la opresión, cooperación que viene desde el siglo XVI con la resistencia del líder taíno Hatuey, quien combatió la invasión española en Santo Domingo y, luego, al enterarse de que el conquistador Diego Velázquez allá preparaba la avanzada hacia Cuba, se le adelantó, viniendo con su contingente de correligionarios a alertar a la población y junto a ella montar la resistencia. Su muerte acá, como la cuenta Bartolomé de las Casas, dejó un ejemplo imperecedero de dignidad. Siglos después, el libertador Antonio Maceo encontraría en la ciudad de Puerto Plata y en el brazo del líder anticolonialista dominicano Gregorio Luperón, un refugio importante ante la persecución tenaz de las fuerzas del gobierno colonial español. Se recuerda la participación de los hermanos Marcano y de Máximo Gómez en la Guerra de los Diez Años, e igual perdura en la memoria aquella evocadora reunión de 1895 entre Gómez y José Martí en la ciudad dominicana de Montecristi, donde acordaron la logística, y redactaron el Manifiesto que anunciaría al mundo la visión liberadora detrás de la guerra independentista cubana que arrancaría a partir de ahí.
El Movimiento 26 de Julio y el gobierno cubano que comenzó en enero del 1959, fueron alicientes importantes para los dominicanos que resistían la cruenta, genocida y espeluznantemente corrupta dictadura del estuprador y cleptócrata Rafael Leónidas Trujillo. La frustrada expedición antitrujillista que zarparía en el 1947 desde Cayo Confites, una isla en la geografía de Camagüey, no solo contaba con el apoyo decisivo de revolucionarios cubanos sino que Fidel mismo figuraba entre los expedicionarios que intentarían derrocar el funesto régimen trujillista. La expedición conocida por el nombre de Constanza, Maimón y Estero Hondo, la cual sí zarpó el 14 de junio de 1959 y que sufrió una derrota lamentable en el encuentro con el ejército de Trujillo, se había entrenado en Cuba, principalmente en Pinar del Río, y contaba entre los combatientes al Comandante Delio Gómez Ochoa, un integrante del Movimiento 26 de Julio que traía experiencia guerrillera de la Sierra Maestra. La Revolución Cubana operó como una constante fuente de inspiración para los dominicanos en los años posteriores al ajusticiamiento de Trujillo, especialmente durante los sesenta y los setenta cuando los sectores que aspiraban a la transformación social siguieron activos y altivos en la esperanza de extirpar las rémoras del trujillato que siguieron tronchando el anhelo de los sectores populares de tener una sociedad con un mayor grado de inclusión, justicia e igualdad, es decir, una sociedad donde ellos cupieran.
Ya yo tenía uso de conciencia en abril de 1965 cuando se dió la gesta libertaria contra los golpistas que dos años antes habían derrocado el gobierno de Juan Bosch, un personaje muy valorado en el hemisferio pero que en Cuba goza de un aprecio especial. Aparte de su prestigio literario, Bosch había hecho credenciales en la lucha antitrujillista durante los años de su largo exilio político. Cuando la caída del régimen, el activismo nacional y la presión internacional posibilitaron el regreso de los disidentes y la apertura del mercado electoral, Bosch se elevó como el candidato presidencial en quien los sectores populares cifraban las mayores esperanzas de cambio benéfico para ellos. En el exterior había fundado el Partido Revolucionario Dominicano, y en su prédica había abogado por una reforma agraria que diera control a los campesinos de la tierra que ellos trabajaban. El uso frecuente de la palabra “revolución” en el léxico de su campaña y las medidas de reivindicación social que prometía en su plataforma política lo enemistaron con la Iglesia, cuyos prelados procedieron a acusarlo de “marxista-leninista”. Después, disputas varias, incluyendo un debate televisado de tres horas con un jesuita derechista, la iglesia consintió en retirarle a Bosch el peligroso epíteto, y el candidato pudo derrotar a su contrincante conservador. Una vez en el Palacio Nacional, Bosch comienza a levantar nuevas sospechas. Durante su gobierno se registran cambios preocupantes: una nueva Constitución que ofrecía garantías a la case obrera, un cierto grado de secularización en la sociedad, la acreditación de partidos de izquierda y la reducción del latifundismo. A los 7 meses, ya la vieja oligarquía no podía soportar más. Así, prelados, empresarios, militares y la Embajada de los Estados Unidos unieron esfuerzos para deponer al presidente constitutional.
El derrocamiento de Bosch, la sucesión de gobiernos militares y civiles, cada uno con menor interés en las libertades civiles de la ciudadanía, el levantamiento de abril de 1965 – o la Revolución de Abril, como le llaman los patriotras -, el casi triunfo revoluicionario y la inviasión enviada por Estados Unidos para impedir “otra Cuba”. La solidaridad cubana en todo el proceso.
Cuando los dominicanos de buena voluntad quieren momentáneamente curarse del drama social imperante que los desalienta en su país, miran a la Revolución de Abril, fijándose no en la derrota sino en lo que podría haber sido de habérsele permitido llevar a feliz término la lucha contra la lógica, la ideología, la violencia y la ética trujillista. La herencia trujillista se ha seguido manifestando en fraudes electorales, corrupción administrativa, delincuencia proliferada, brutalidad policial y esperpentos tales como una sentencia judicial cruel que en el 2013 le retiró la ciudadanía a cientos de miles de dominicanos de ascendencia haitiana, reduciéndolos a la más inenarrable indefensión. Con todo eso, la memoria de ese importante capítulo de nuestra historia ha hecho posible que los dominicanos tengan hoy un relato alternativo de lo que somos, distinto de la narrativa trujillista que siguió vigente durante los veintidós fraudulentos años de Joaquín Balaguer, y de los gobiernos liberales intercalados y posteriores.
A un cubano, el cura jesuita José Antonio Moreno, le debemos el imprescindible estudio El pueblo en armas:Revolución en Santo Domingo (1973), la traducción del original Barrios in Arms publicado originalmente en 1970. Dicha obra se basa en la tesis doctoral defendida por Moreno en la Universidad de Cornell. El jesuita había llegado a Santo Domingo 4 meses antes de estallar la insurrección con fines de colectar datos para su tesis doctoral. Cuando estalló el movimiento, Moreno se identificó con los rebeldes y, aparte de brindarles auxilio, convirtió el levantamiento en su tema de disertación. Otra importante obra surgida de la fragua donde se daban los hechos, vino de la pluma del sociólogo dominicano Franklin J. Franco bajo el título República Dominicana: Clases, crisis y comandos. El texto ofrece una aguda interpretación geopolítica de los eventos que dieron pie al levantamiento revolucionario y a las fuerzas que se combinaron para aplastarlo. Ganador del Premio Casa de las Américas en 1966, el libro se publicó en La Habana en la Coleccion Premio en el mismo año, meses antes de que las fuerzas militares estadounidenses desocuparan el territorio dominicano. Franco luego pasaría a hacerse una voz indispensable entregada por cinco décadas ininterrumpidas al esfuerzo por desmontar lo que el historiador Roberto Cassá llamara “la mentira oficial” en el discurso sobre la historia, la cultura, el origen y la identidad de la población dominicana.
Entre las figuras que se hicieron venerables en la gesta de Abril, difícil se hace omitir al poeta domínico-haitiano Jacques Viau Renaud. A los 7 años vino de Port-au-Prince a Santo Domingo con sus padres, exiliados por haber caído en desgracia con el gobierno de su país. Se educó en escuelas de Santo Domingo, y cultivó su inclinación poética escribiendo en español e integrándose al activismo literario de su generación en la capital. Al estallar la insurrección de Abril, se unió a uno de los comandos rebeldes, combatiendo con valentía y mostrando dotes de dirigencia hasta que, el 15 de junio, a la edad de 23 años, cayó víctima de un estallido de mortero disparado por las tropas de ocupación. Da gusto notar que la valoración de Jacques Viau ha ido creciendo en la literatura dominicana no solo por la fuerza sobrecogedora de sus versos, sino también por haber entregado su vida a la lucha por la dignidad del pueblo dominicano. Vale decir, que antes de que arrancara el afán actual por difundir la obra de Jacques, acá ya Roberto Fernández Retamar se había fijado en ella y la había destacado en su antología Poemas de una isla y dos pueblos: Jacques Roumain,Pedro Mir y Jacques Viau publicada por la Casa en 1974 dentro de la Colección La Honda. La selección de los versos que componen la antología es insuperable y merece ponderarse la previsión de ilustrar la creación poética de los dos pueblos de Quisqueya a través de Roumain, haitiano, Mir, dominicano, y Jacques Viau, dominico-haitiano. Con la inclusión de Jacques, el editor subvierte la binariedad y así se aparta del relato que concibe la nacionalidad haitiana y la dominicana como entidades puras, blindadas contra la hibridación, no obstante su contacto intenso desde finales del siglo XVII. Poemas de una isla y dos pueblos ayudó indudablemente a carburar el interés de la comunidad literaria dominicana en promover la obra de Jacques.
La valoracion de que disfruta hoy el legado de Jacques me convence de que, aunque no pudiera derrotar la herencia trujillista en el terreno político ni institucional, los rebeldes de Abril tuvieron un impacto sustancial que ha dejado su huella más discernible en las artes visuales y dramáticas, la literatura, el folklore y la música. ¿Quién va a olvidar ese evento sin igual llamado “Siete Días Con el Pueblo,” que en el 1974 reunió en Santo Domingo a todo un “who is who” internacional de los intérpretes de música popular con conciencia social, cubriendo la Nueva Trova, la Nueva Canción y la Canción de Protesta en sentido general? Allí estuvieron Mercedes Sosa, Silvio Rodríguez, Los Guaraguos, Ana Belén y Sonia Silvestre para mencionar solo algunos. Montado en el segundo cuatrenio del gobierno represivo de Balaguer, el evento trasclució la unidad de sentimiento social y anhelo de justicia de Nuestra América. No creo que Siete Días Con el Pueblo hubiese podido concebirse en Santo Domingo antes de la sociedad contar con la infusión de rebeldía suministrada por la gesta de abril en la década anterior. Igual se puede rastrear la producción de pensamiento social, el estudio de la historia cultural y las prácticas religiosas y llegar a similar conclusión. El énfasis en la cuestión racial, la herencia cultural africana y la crítica de la opción Católica como norma espiritual exclusiva de la ciudadanía se ha expandido entre los estudiosos serios no obstante el implícito enfrentamiento con la epistemología trujillista—adherida al Eurocentrismo negrofóbico y a la herencia colonial—de la que nunca se han liberado nuestros gobiernos fueran de extrema derecha o liberales. La claridad moral que refleja el análisis social de Pablo Mella y la búsqueda estética atrevida en la ficción de Rey Andújar, ambos compatriotas y miembros del jurado aquí presentes, tendrán más de un origen genealógico, pero yo apuesto a que la gesta de Abril figura entre ellos.
Por lo tanto, podemos especular que las fuerzas que impidieron la transformación social que podría haberse dado en la sociedad dominicana de haber triunfado la insurrección de Abril y el surgimiento potencial de algo así como “otra Cuba”, también troncharon el posible advenimiento de la trasformación intelectual a través de algo así como otra Casa de las Américas. La transformación de la sociedad requiere un gran proyecto de deseducación y desaprendizaje que ayude a la ciudadanía a distanciarse de las fuerzas y las herencias responsables del estado de cosas que nos pone a desear el cambio. Me explico evocando mi propia experiencia. Yo crecí en un hogar donde no me faltó el contacto con la erudición. Mi padre era un gran lector y siempre nos comentaba sus lecturas. Me crié escuchando sus disquisiciones acerca de la relación del Rey Saul con David, y despotricando contra Salomón por haber derrochado el imperio que su padre David le había dejado. Los nombres de Sófocles y Esquilo se hicieron familiares desde que tuve uso de razón. Mi padre se gloriaba de que nadie en toda la región del Cibao, es decir, el norte de la República Dominicana, tenía mayor dominio de la lengua española que él. Agradezco a la influencia de mi padre, pues, el interés en el conocimiento y la pasión por entender cosas que pasaron hace muchísimo tiempo o en lugares remotos que probablemente nunca llegue a visitar.
Lo que no puedo agradecerle, porque no me lo dió, porque el mismo no lo tuvo, es una noción crítica de la política del conocimiento. Para la generación de mi padre, uno leía para superarse y se aproximaba a las obras de los grandes escritores antiguos o modernos con una suerte de veneración. Haber leído los escritos de conocidos filósofos, novelistas, ensayistas, historiadores, estadistas, teólogos y poetas—sobretodo los europeos y sus pares latinoamericanos—le merecía a uno el epíteto de culto, lo que le confería respeto y hasta le podía servir de vehículo para adquirir prestancia en la sociedad. Aprender el contenido de los textos y absorber las enseñanzas de sus autores era estudiar. Como no había expectativa de que uno pudiera querellarse con los textos, lo cual hasta podría verse como irrespeto a la eminencia de aquellas plumas sapientes, se podía encontrar en la Poética de Aristóteles aquel juicio sobre la impropiedad de poner en una pieza teatral un personaje femenino brillante o valiente por tratarse de algo incongruente con la naturaleza y no quejarse de tal aberración misógina. Mucho menos iba uno a criticarle la pésima lectura. Cuando uno lee las obras del teatro ateniense a las que Aristóteles mismo se refiere, salta a la vista lo contrario: el arrojo y el ingenio de las mujeres: Medea, Antígona, Lisístrata, en fin.
De igual manera podía uno leer en la Filosofía de la historia de G. W. F. Hegel aquello de los defectos congénitos que hacen a los negros inelegibles para formar parte de la narrativa de la experiencia humana sin fijarse en la pobreza conceptual que sustenta su aserto. ¿Cómo iba uno a cuestionar el mérito intelectual de un gigante del pensamiento occidental? O menos que no se percate uno del problemita que tienen los gigantes según explicó el poeta Pedro Mir, refiriéndose precisamente a Hegel, o sea, que al tener la cabeza tan lejos del suelo, no siempre les resulta fácil saber en que pie están parados. Entre los defectos que merman en los negros el rango de humanos está su carencia total de valentía, según Hegel. Pero, como estaba escribiendo a principios del siglo 19, cuando todavía las invasiones de dominación colonial europeas estaban muy lejos de poder cantar victoria ante la resistencia campal de innúmeras naciones africanas, las noticias que venían del frente contradecían al gigantezco pensador. Entonces, Hegel admite a regañadientes que, ciertamente a ellos se les ve enfrentando aguerridamente a la fuerza europea que los supera en tecnología militar, a veces continuando la avanzada a costo de pérdidas incontables. Pero, cuidado, nos advierte el excelso Hegel, no vayáis a confundir eso con valentía. Allí se refleja, más bien, su “desprecio a la humanidad” y su “falta de respeto por la vida”.
Como se puede ver, el recurso argumentativo del cual se vale el gran filósofo deja mucho que desear. Se trata de una falacia indefensible que seguramente Quintiliano no sabría en que categoría retórica ubicarla. Pero a quienes crecimos en barrios marginados se nos hace bastante familiar. Es el argumentum ad palo si boga y palo si no boga, un recurso que utilizábamos los carajitos para apabullar al adversario en la trifulca verbal, mudando la dirección del discurso sin miramiento alguno por separar la verdad de la mentira, inventando datos sobre la marcha y apartándonos de las normas del razonamiento lógico puesto que lo único que importaba era ganar. Ganar quería decir sacar al otro de sus cabales y arrinconarlo, así fuese hablando simplemente más duro que él. Recuerdo una porfía a final de los sesenta en la esquina cercana a mi casa entre un admirador de Sandro de América y un fanático de Raphael de España en el que el raphaelista, quien había puesto atención en la escuela y manejaba términos como notas, timbre, vocalizacion y afinar, parecía llevar la delantera. El sandrista, sin forma de igualar la sapiencia de su adversario, atinó a sacarse de las mangas un argumento demoledor, diciendo, “además, cómo va a cantar mejor que Sandro, si todo el mundo sabe que Raphael es maricón”, lo cual enmudeció al raphaelista y suscitó el aplauso del resto de nosotros en la concurrencia. No se nos ocurrió medir cuán cierto era que eso de “todo el mundo” lo sabía, ni tampoco poner bajo el lente la relación lógica que pudiera existir entre la orientación sexual y el talento musical. Hegel descarta la humanidad de los negros valiéndose de recursos retóricos como los que usábamos nosotros en la adolescencia cuando no sabíamos un carajo ni nos preocupaba eso de la seriedad intelectual.
Cuando me llegó a las manos el texo de Hegel todavía no sabía mucho de los grandes filósofos anteriores, pero en la medida en que fui entrando en materia entendí que la chapucería conceptual del alemán no era excepcional. Recuerdo un pasaje de David Hume donde afirma que el negro es capaz de vender a su hija y a su esposa por una botella de ron, juicio que el filósofo escocés no se molesta en probar dándonos por lo menos una nota al calce contando como arribó a tal hallazgo científico. Ese desdén por la evidencia, sin embargo, en nada preocupó al filósofo alemán Enmanuel Kant, quien posteriormente aventura la misma afirmación, citando como fuente fidedigna—claro está—al pasaje medalaganario de Hume. Después de ponerle atención a la conducta retórica en los escritos de esa caterva de pensadores, desde Juan Ginés de Sepúlveda, Thomas Jefferson, Joseph Arthur de Gonibeau, Juan Bautista Alberdi, Raimundo Nina Rodrigues, hasta llegar a Joaquín Balaguer, encontré que tenían algo en común. Al proponerse descalificar la herencia ancestral o el fenotipo de amerindios, africanos o asiáticos, ninguno de ellos lograba ascender conceptualmente ni un nanómetro por encima del exabrupto epistémico desplegado en las pugnas verbales entre adolescentes que se libraban en mi barrio como aquella entre el sandrista y el raphaelista.
Entender la pobreza intelectual en que se sustenta el racismo importa para combatirlo major y protegerse de él. Poder desenmascarar la autoridad de quienes lo predican me ha sido util sobretodo en el aula para guiar a jóvenes a quienes les confunde el enigma de este sin sentido cuyo impacto en las relaciones sociales y las condiciones materiales de diversas poblaciones desde el comienzo de la transacción colonial hasta el presente ha sido catástrofico. Dudo, de veras, que hubiese podido llegar a la comprensión que hoy poseo sin adquirir antes la capacidad de descolonizar mi acercamiento a la lectura, para lo cual hacía falta sentirme con derecho a juzgar a los llamados grandes pensadores cuando los pezcaba delinquiendo intelectualmete. Sin el aporte de la Casa de las Américas, no veo cómo habría podido adquirla. La Casa ha sido una iniciativa sin parangón en la historia intelectual, el único proyecto con apoyo del Estado que ha tenido como meta la rehabilitación del alma de los pueblos de nuestro hemisferio, todos víctimas de la vileza heredada de la transacción colonial.
Nuestras repúblicas provienen de un pasado colonial caracterizado por la normalización del abuso como factor regulador de las relaciones sociales. La lógica del maltrato operó como ideario básico de socialización colectiva. Los colonizadores y sus vástagos instalaron un dogma del fenotipo y un fundamentalismo de la herencia ancestral que asignaba grados de valor distintos según la provenencia de la persona en la geografía de la familia humana. Aquí civilizar fue humillar, fue ultrajar, fue deshumanizar. Lamentablemente, ninguna de las repúblicas que surgieron durante del período de las independencies en el siglo 19 se planteó como meta inmediata adecentar las relaciones sociales y rehumanizar a las poblaciones subalternas—amerindios, africanos o asiáticos —cuyo sudor había construido lo que son hoy las sociedades latinoamericas y caribeñas. El liderazgo independentista, compuesto mayormente por descendientes de los jefes coloniales, no mostró urgencia por forjar un nuevo ethos regularizador del trato de los unos para con los otros. En algunas ocasiones, a las poblaciones de origen no europeo les fue peor después de la independencia que durante la colonia. La intelligentsia republicana, beneficiaria de la desigualdad estructural, apostó a la igualdad simbólica, inventándose el subterfugio del mestizaje como zona de contacto entre todas las etnias y los orígenes de la población latinoamericana a la vez que mantenía en funcion el orden patriacal, la exclusión de clase y la supremacía caucásica. Un ensayo nocivo titulado La raza cósmica (1925) adquirió rango de biblia no obstante vislumbrar un estado de cosas en que “las razas inferiores” quedarían, por “extinción voluntaria”, absortas dentro del marco civilizador de la raza blanca. Y su prestigio no mermó aun después de José Vasconcelos, su autor, terminar como dirigente del Partido Nazi en México y predicador del escarnio en las páginas de su revista Timón.
Bajo el liderazgo inicial de Haydeé Santamaría, continuado por Roberto Fernández Retamar, Casa de las Américas quiso apartarse de esa historia y lo logró con creces, afirmándose además como el más eficaz antídoto contra la fragmentación que históricamente ha impedido a los pueblos del hemisferio conocerse entre si. Para el Caribe, la Casa ha sido vital. Aunque dominicano, yo me descubrí caribeño solo después de entrar en contacto con los textos clave del pensamiento, la literatura, las artes, la cultura y la historia del mundo antillano de distintas zonas lingüísticas de la región que Casa se dedicó con difundir. Antes de intentar conocerlos en su lengua original, yo tuve mi primer contacto con escritores del Caribe francófono y del Caribe neerlandés a través de traducciones al español publicadas cor la Casa, desde la selección de la obra del gran poeta y pensador martiniqués Aimé Césaire titulada Poesías del 1969 hasta la aparición en 1981 de Nosotros, esclavos de Surinam, un ensayo de Anton de Kom de crítica anti-colonialista que, como Discurso sobre el Colonialismo de Césaire (1955), hacía ver con claridad hasta qué punto las naciones de la Europa cristiana que regentaron la dominación del hemisferio habían descivilizado las sociedades que invadieron.
Para mí fue todo un despertar. Fue caer en la cuenta de que leer requería estar en guardia por si acaso había que entrar en pugna epistémica con lo libros. Es decir, estar dispuesto a hacer aquello que hace Fernández Retamar con el presunto pensamiento civilizador de Domingo Faustino Sarmiento. Yo conocía a Sarmiento a través de la veneración que le prodigaba el de otra manera preclaro Pedro Henríquez Ureña, pero después de mirarlo de nuevo bajo el influjo de una lectura menos veneradora de la tradición, como la adelanta el autor del imprescindible ensayo Calibán, ya no podía pensar que la mera lectura de su orbra y la de otros como él me ayudaria a superarme. Ahora me quedaba claro que había que leer a Sarmiento para descodificar su prejuicio con el fin de ayudar a los jóvenes a rehabilitar el discurso cultural latinoamericano, extrayéndole el veneno del racismo y los demás dogmas de exclusión que él y otros en la gran tradición. Si hoy siento que puedo hacer ese trabajo se debe al provecho que he sacado del proyecto rehumanizador de Casa de las Américas. Por eso, con estas palabras, he querido celebrar el legado de la Casa de las Américas y decir, sinceramente, di core, ¡Muchas gracias!