El grito redentor del 10 de Octubre

El 10 de octubre de 1868 marcó el camino de la libertad. // Foto: Archivo de Granma

Cuando se priva a un pueblo de su derecho más sagrado: la libertad, hay siempre entre sus hijos dignos quienes llevan en sí el decoro de muchos hombres, y están dispuestos, incluso, a ofrendar sus vidas, si fuera preciso, por defender el suelo patrio.

Bajo esa convicción, y mucho antes del grito de guerra del 10 de octubre de 1868, ya anidaba en el pecho de numerosos criollos cubanos el ideal independentista. Es por ello que el acto de rebeldía en La Demajagua no constituyó un hecho improvisado.

A ese acontecimiento glorioso, que marcó el «despertar» de la nación cubana, le antecedieron reuniones, debates y diálogos acalorados con los que se perseguía encauzar las acciones libertarias desde el oriente de la Isla.

No obstante, en esos encuentros no faltaban las discrepancias. Patriotas como Francisco Vicente Aguilera abogaban por la espera de armas, contar con dinero y pertrechar a los hombres; mientras que el patricio bayamés Carlos Manuel de Céspedes, convencido de que en las conspiraciones nunca falta un traidor que las descubra, apelaba a una solución más simple: arrebatarle las armas al enemigo.

Finalmente, la fecha del alzamiento se había fijado para el 14 de octubre de 1868, pero, días antes, una delación obligó a Céspedes –para entonces designado como General en Jefe del Ejército Libertador– a adelantar la insurrección. ¡La hora había llegado!

ANTESALA DE UN AMANECER MEMORABLE

Conocidas las intenciones de Céspedes de llevar a cabo el alzamiento, el día 9 de octubre varios grupos de patriotas se congregaron en zonas como Jibacoa, Macaca, Gua y Portillo, y algunos se dirigieron con prontitud hacia La Demajagua.

Tampoco se puede dejar de resaltar los hechos acontecidos ese día en la finca Caridad, de Macaca, posesión de Pedro María de Céspedes, hermano de Carlos Manuel, cuando hasta ese sitio llegó Francisco Estrada Céspedes, su sobrino político, con la noticia de que al día siguiente su tío se alzaría en armas. Pedro expresó: «¿A qué esperar a mañana si podemos hacerlo hoy?». Y junto a 400 hombres, con quienes salió rumbo a Manzanillo.

En tanto, en el ingenio la vida era un hervidero. Céspedes daba órdenes, ultimaba detalles, pulía ideas en la redacción de un Manifiesto, y proyectaba sobre un papel, al lado de otros patriotas, un nuevo estandarte que los acompañaría en la guerra.

¿CÓMO SE CONFECCIONÓ LA BANDERA?

Aunque algunos textos señalan que los reunidos en La Demajagua no recordaban la estructura de la bandera enarbolada por Narciso López; otros escritores, en cambio, consideran que la decisión de un nuevo pabellón descansó en el propósito de iniciar un proceso «sano», sin fracasos como antecedentes.

Por otro lado, Céspedes no veía la lucha como un hecho insular aislado del resto del mundo, y su sentido de la solidaridad internacional era amplio. Bajo esas pautas concibió un estandarte con los mismos colores de la bandera de Chile (blanco, azul y rojo, aunque cambiaría la posición de los pabellones), pues esa nación había desafiado a España en 1866, y así quedarían creados dos focos de enfrentamiento a la metrópoli.

Definida la idea, Carlos Manuel le dio la honrosa tarea de confeccionar la bandera a la joven Candelaria Acosta (Cambula), quien era la hija del mayoral del ingenio, Juan Acosta.

Sin embargo, ante la imposibilidad de ir hasta Manzanillo a buscar telas al comercio, pues la zona estaba vedada por los españoles, la propia Cambula decidió tomar un vestido suyo de azul celeste; un pedazo de la copa del mosquitero de sus padres –que a decir de ella, era «de rosa subido»–; y un retazo de tela blanca que le ofreció su madre. Con esos recortes comenzó a coser el simbólico estandarte.

El joven bayamés Emilio Tamayo, quien se encontraba entre los hombres que participarían en el alzamiento, fue quien ayudó a resolver la última dificultad. Dibujó la estrella en un papel, y Cambula la fijó en un paño blanco por medio de alfileres, la recortó, y luego la incrustó a la bandera, aunque no quedó a la perfección, porque ella no era experta en costura.

Según dejó escrito, al terminarla estaba muy nerviosa, pues no sabía si Céspedes iba a aceptar el trabajo que ella había hecho, porque la bandera tenía solamente 126 centímetros (CM) de ancho por 130 CM de largo, era casi un cuadrado.

Pero al ver la enseña, el patricio bayamés se puso muy contento: ya contaba con el estandarte que los acompañaría en el levantamiento del 10 de octubre.

Tanto fue su entusiasmo por contar con la bandera a tiempo, que cuentan que esa misma jornada del 9 de octubre llamó a los esclavos a la hacienda y les dijo: «En la mañana que sigue a la noche de hoy, todos seréis tan libres como yo».

EL PRIMER DÍA DE LA LIBERTAD

En la fecha del 10 de octubre de 1868, cerca de las cuatro de la madrugada, ya Céspedes estaba en pie, pues, según pensaba, «el primer deber de un soldado de la libertad es que no lo sorprenda la aurora dormido».

A esa hora también despertó al músico Manuel Muñoz Cedeño, a quien le entregó una carta dirigida a Perucho Figueredo, en la cual, en clave, exponía: «He reunido al ganado y con la piara me dirijo a Bayamo».

Según relató Bartolomé Masó en un documento oficial, fechado el 13 de octubre de 1868, como a las diez del día comenzó todo. «Estábamos congregados en aquel lugar cerca de 500 patriotas, mandados a formar por el General en Jefe del Ejército Libertador», reseñó.

También al describir aquel momento épico, el historiador César Martín García, quien dirigiera por cerca de 30 años el Parque Museo Nacional La Demajagua, apuntó que lo primero que Céspedes hizo fue tomar posición de firme.

«Todos estaban quietos. Había silencio absoluto. Se dice que ni las cañas se movían, a pesar de ser el mes de octubre, época de fuertes vientos. Era un acto de solemnidad total», afirmó.

Congregados en aquel lugar se encontraban varios terratenientes que quisieron llevarse a sus esclavos también hacia allí, para que recibiesen el acto de justicia social y la bendición de saberse ciudadanos libres.

Además, había obreros y campesinos; es decir, una fuerza integrada por varios factores que, en ese momento, eran necesarios para salir al camino de la guerra, y que no se hablara más de la diferencia entre negros y blancos, porque a partir de ese momento todos iban a ser soldados, y a estar en la lucha, porque juntos iban a defender la Patria, añadió Martín García.

Entonces sonó el bronce, se hizo silencio total en el ingenio, y Céspedes arengó: «Ciudadanos, este sol que veis alzarse por la cumbre del Turquino viene a alumbrarnos el primer día de libertad e independencia para Cuba».

Allí, dirigiendo su mirada a aquellos que por tantos años habían llevado grilletes y sufrido el látigo sobre sus carnes, les comunicó: «Ciudadanos, hasta hoy habéis sido esclavos míos. Desde hoy, todos sois tan libres como yo… Cuba necesita de todos sus hijos para conquistar la independencia. Los que me quieran seguir, que me sigan. Los que se quieren quedar, que se queden. Desde este momento, los declaro tan libres como a los demás».

Junto a aquel gesto altruista que dignificaba por vez primera la vida de los negros esclavos, Carlos Manuel de Céspedes explicó las impostergables razones por las que se irían a la manigua.

«España gobierna a la isla de Cuba con un brazo de hierro ensangrentado. Nos impone contribuciones y tributos a su antojo. Nos priva de toda libertad política, civil y religiosa. A los mejores hijos los expulsan a remotos climas o los ejecuta sin forma de proceso. España nos impone un ejército de desempleados hambrientos que no hacen otra cosa más que devorar el producto de nuestro sacrificio».

Ante tanto oprobio acumulado durante tres siglos, no hubo otro camino posible que el del combate.

«Cuba aspira a ser una nación grande y civilizada para atender un brazo amigo y un corazón fraternal a todos los demás pueblos… Por tanto, no nos queda otro recurso que apelar a las armas», anunció Céspedes.

Un juramento sellaría esa decisión y, acto seguido, aquellos hombres reunidos en La Demajagua, con apenas 37 armas de fuego que se habían podido conseguir, algunas lanzas de púa y los machetes de cortar la caña, se dispusieron a partir hacia los campos de Cuba, a conquistar, con su honor y con su sangre, la libertad de la Patria.