Cuando la vida nos otorga el privilegio de contar, entre sus artistas más relevantes, a alguien que arriba a sus 90 años, nos invade una sensación de complicidad sentimental que desborda el análisis musicológico.
Es mucho más que referirnos al profundo surco de canciones memorables labradas en la memoria afectiva de todo un pueblo. Es mucho más que reconocerla entrampada entre la diversidad de géneros musicales que, a través de su talento, ha hecho suyos. Cuando uno decide enfrentar la génesis del mito Omara Portuondo, sentimos cómo nos cubre la delicadeza de esa bruma que identifica la identidad de una nación.
En ese momento, es la perspectiva visual del alma cubana la que nos confirma la certeza de estar ante la presencia de un ser cuya esencia vital resulta compartida por la de una ceiba legendaria.
Nada más que de pronunciar su nombre, nos inclinamos, respetuosamente, al sentirnos cobijados por la inmensidad de una obra, cuyo frondoso ramaje cultural ha esparcido las razones de quiénes somos, de por qué somos así, y no de otro modo, los cubanos.
Por lo tanto, al felicitar a Omara Portuondo, tenemos la rara oportunidad de poder felicitarnos a nosotros mismos, por todo el legado de orgullo que nos ha hecho sentir como sus compatriotas.