El primer mes del año tiene una historia indisoluble y trascendente para los cubanos. Aunque es el período en que celebramos la victoria del triunfo, sus 31 días tienen el privilegio de haber visto salir a la luz las creaciones de un gran pensador y patriota, quien también abrió sus ojos al mundo en Enero.
Por ello es certero llamar a este tiempo que transcurre como Martiano, pensando tanto en el nacimiento del Apóstol de la independencia cubana, José Martí, como en el legado ideológico y el sentimiento nacionalista, latinoamericanista, que surte de las líneas en verso y prosa de Abdala y Nuestra América.
En ambas obras late el sentir de quien ama y padece por su tierra, que sabe a la Patria dueña de los destinos de sus hombres, especialmente de los que se entregan sin condición para conquistarle a ella, para ella y sus hijos, el aire puro de la libertad.
Pero en el tiempo no queda perdida esta grandeza, sino que se eternizó. Desde el mismo enero de 1891 en que la Revista Ilustrada de Nueva York y el diario El Partido Liberal de México develaran el corazón de un Martí sumido a la convicción de independencia, no de una porción de suelo sino, de la América toda.
El ensayo de entonces, transformó el estilo metafórico y la riqueza lingüística en una explosión que trascendió la época, en una fuente de reflexión respecto al valor de conocer la identidad propia, la esencia que caracteriza a los pueblos desde el Río Bravo hasta la Patagonia para usarla en su favor, en la defensa de lo que les define.
Redención vierten sus líneas, fuerza para el humilde y avasallado que ha de ver en la unión de todos los hombres naturales, como él los define, de los nativos agradecidos de la tierra, los árboles, la naturaleza, el verdadero ímpetu para enfrentar a aquel que quiere apoderarse de sus riquezas y arrebatarle su albedrío.
Visión de futuro, capacidad de comprender y profetizar el fin invasivo y conquistador de naciones imperialistas, de un “gigante de siete leguas”, de exhortar a la marcha unida, a la integración de todos como hermanos, pese a las diferencias, para construir el baluarte que resguarde de las ansias coloniales y detenga al vil, al opresor.
“Ya no podemos ser el pueblo de hojas, que vive en el aire, con la copa cargada de flor, restallando o zumbando, según lo acaricie el capricho de la luz, o la tundan y talen las tempestades”.
La conciencia de crear, de hacer una construcción social, una dirección política autóctona, basada en las características propias, emerge e impulsa a convertirnos en fieles herederos de sus ideales y de la convicción firme de mirar con sentido de pertenencia y entrega incondicional el provenir del espacio que nos vio nacer e identifica como latinoamericanos.
En esta obra maestra de la literatura e ideología, el Héroe Nacional de Cuba plantea el desafío de los pueblos americanos, sintetizado en “la unión tácita y urgente del alma continental”.
Por fortuna, el sueño de Martí germina como flor en esta área de 21 millones 404 mil 837,47 kilómetros cuadrados, donde 33 naciones consolidan el “cuadro apretado” en la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC) como espacio regional propio.
Las raíces se unieron para el despertar de lo que quedaba de aldea, para conquistar con las armas del juicio la definitiva independencia.
No se equivocó el hombre de La Edad de Oro al decir: “¿A dónde va América y quién la junta y la guía? Sola, y como va un solo pueblo, se levanta. Sola pelea. Vencerá sola, por eso vivimos aquí, orgullosos de nuestra América, para servirla y honrarla”.
Y aquí, en el corazón de este único pueblo, vive eternamente el Héroe y se agiganta su huella, en la misma medida que crece la semilla de la América nueva.