Educar es más que impartir una clase frente a un aula donde 20 tipos de caracteres compiten sanamente por aprender. Es una gracia, un don que ciertamente ha de llenar el alma de quien toma la tiza y hace del pizarrón su mejor aliado.
Me atrevería a asegurar que educar es llenarse de valentía y emprender un viaje, donde el caminante se sobrepone al temor de las diferencias, de los obstáculos, de las caras tristes y risueñas, de las mentes agotadas por ciertos golpes. Es como un escultor que moldea las almas con la destreza y suavidad de sus manos, y especialmente con su sabiduría.
Por todo lo que lleva en sí el maestro, es de esos seres que se cuelan por siempre en los corazones de sus niños. Sí, porque siempre aunque crezcamos seguimos siendo suyos, cual hijos adoptivos. Y su nombre permanece en el recuerdo, sus lecciones se vuelven pautas para andar sobre caminos rectos.
Daisi, Blaza, Arelis, Nelsis, Yolanda, Nancy, Carlos, para muchos sonarán como nombres propios; sin embargo, en mi conciencia, conservan el valor de una integridad y profesionalidad a admirar. A pesar de los años en los que ni siquiera sé de sus vidas, continúan siendo mucho más. Basta recordarlos para sentir que cuanto soy lleva retazos de aquello que revelaron en sus clases; en una u otra área del carácter y la personalidad están plasmadas sus rúbricas.
Letras, números, capacidad de análisis, razonamiento lógico, hasta una que otra maña a la hora de escribir o de decir, incluso de sentir, absorbí de ellos, y otros tantos que se empeñaron en burlar incluso la enfermedad, el dolor, las necesidades propias de la cotidianidad, para ir hasta donde estábamos sentados en los pupitres, en los pasillos, incluso en las casas mientras tuvimos alguna dolencia. Hasta lugares insospechados fueron ellos para darnos de su savia.
Recuerdo que hasta en medio de las travesuras nos dieron lecciones inolvidables. Para algunos una palabra, en otros un consejo, o simplemente un abrazo, y cada enseñanza de las disímiles materias y valores, llegaron para salvar de la ignorancia y de la insensatez.
Educar es tarea de grandes, sin lugar a dudas. A esos que abrazan lápiz, cartilla y manual, el más sincero de los besos y el agradecimiento eterno, por las instrucciones para caminar entre el mar de saberes que nos permitieron hacer nuestros, tanto como su entrega a la enaltecedora faena de forjar al hombre nuevo.
A quienes cual maestros, nos forman desde el hogar, también el respeto eterno. Sólo con estos amores se puede engendrar maravillas.