Quiso el destino, como para alertarnos de que solo se trataba de un nuevo viaje hacia otros horizontes de lucha y épica revolucionaria, dotar de gran simbolismo la fecha del fallecimiento del Comandante, ocurrida el 25 de noviembre de 2016, precisamente a 60 años de que el Líder de la Revolución Cubana, desafiando todos los imposibles, se lanzara al mar desde Tuxpan en el yate Granma junto a sus compañeros, decididos a liberar la Patria del yugo opresor al precio de sus propias vidas.
Desde sus luchas en la Universidad de La Habana hasta el último aliento, Fidel se caracterizó por decir lo que pensaba y hacer lo que decía; el 8 de enero de 1959 había señalado en histórico discurso pronunciado en el campamento de Columbia: «Sé, además, que nunca más en nuestras vidas volveremos a presenciar una muchedumbre semejante, excepto en otra ocasión (…) y es el día en que muramos, porque nosotros (…) ¡jamás defraudaremos a nuestro pueblo!».
Y esas muchedumbres volvieron a reunirse a lo largo y ancho de toda Cuba para despedirse y rendirle honores a su líder en el momento de su partida física, pues Fidel jamás traicionó la confianza de su pueblo.
Antes de morir dejó planteada su última voluntad, no quería ni calles ni monumentos que llevaran su nombre, toda una lección de vida y expresión de la cualidad más extraordinaria que puede llevar en sí un revolucionario: la sencillez, donde descansa la verdadera grandeza.
Meses antes, el 19 de abril, había hecho su última intervención pública en el 7mo. Congreso del Partido, palabras que aún hoy nos estremecen al leerlas o escucharlas. Fue una especie de despedida, pero para nada luctuosa, sino una nueva clarinada de combate, cargada de espíritu de victoria.
«Pronto deberé cumplir 90 años, nunca se me habría ocurrido tal idea y nunca fue fruto de un esfuerzo; fue capricho del azar. Pronto seré ya como todos los demás. A todos nos llegará nuestro turno, pero quedarán las ideas de los comunistas cubanos como prueba de que en este planeta, si se trabaja con fervor y dignidad, se pueden producir los bienes materiales y culturales que los seres humanos necesitan, y debemos luchar sin tregua para obtenerlos. A nuestros hermanos de América Latina y del mundo debemos transmitirles que el pueblo cubano vencerá (…).
«Emprenderemos la marcha y perfeccionaremos lo que debamos perfeccionar, con lealtad meridiana y la fuerza unida, como Martí, Maceo y Gómez, en marcha indetenible».
Así era Fidel, un luchador incansable en pensamiento y en acción, dispuesto a entregar toda su existencia a la causa de los humildes de este mundo, a la emancipación humana de todas las dominaciones y discriminaciones posibles. Martiano hasta la médula asumió el marxismo y el leninismo desde esa profunda raíz cubanísima, y lo enriqueció desde una práctica política original y antidogmática. También en ese campo se convirtió en un guerrillero.
Fue un estadista político de talla universal, pero también un ser desbordado de sensibilidad humana. Valoraba siempre la singularidad de cada ser humano, con sus defectos y virtudes, pero potenciando siempre estas últimas en función de la Revolución.
Supo ser ético hasta con el adversario desde sus luchas en la Sierra Maestra, no concebía la política sin ética.
Fidel fue a su vez el máximo impulsor de la solidaridad y el internacionalismo cubanos, teniendo siempre muy claro que la solidaridad no solo ayuda y libera al que la recibe, sino también –y en muchas ocasiones aún más– al que la ofrece. No en balde señaló en uno de sus brillantes discursos: «La libertad se conquista con la solidaridad».
Colocó a Cuba en el mapa mundial y, a la vez, con su liderazgo, contribuyó a modificar, en favor de la independencia y las ideas progresistas, la geografía de otras importantes regiones del mundo. Sin duda, uno de los mayores legados de Fidel fue haber logrado tejer con paciencia y sabiduría la unidad de las fuerzas revolucionarias, antes y después del triunfo, de cuyo fruto nació nuestro glorioso Partido Comunista de Cuba.
Fidel se rebeló y practicó la herejía frente al imperialismo estadounidense, pero también frente a los imposibles, los dogmas, las verdades establecidas y el derrotismo. Irradiaba confianza y optimismo en la victoria. Mientras más difíciles eran las circunstancias, más férrea se mostraba su voluntad de lucha. Sabía convertir el revés en victoria y el imposible en infinita posibilidad. El sentido del honor, el patriotismo y el apego a los principios eran para él cuestión de vida o muerte. Concebía el socialismo como la ciencia del ejemplo personal. Sabía abordar cada coyuntura con flexibilidad táctica, pero sin perder la hoja de ruta hacia el destino estratégico. Manejaba todos los temas y situaciones teniendo en cuenta hasta el más mínimo detalle. Fue, sin duda, un maestro en el arte de hacer política.
El Comandante, el Jefe, el Caballo, Caguairán, así nos referimos a quien no concebía la derrota mientras había posibilidad de luchar, a quien nos enseñó a resistir, pero sobre todas las cosas, nos enseñó a vencer.
Todo esto y más nos legó Fidel, de ahí que podamos explicarnos por qué resulta casi imposible hablar de Cuba hoy sin hablar de Fidel, como imposible es encontrar alguna esfera de la vida interna y proyección internacional de la Mayor de las Antillas, en la cual no esté la huella de Fidel.
Como expresara el más fidelista de los cubanos, el General de Ejército Raúl Castro, desde el año 1959: «Fidel está dondequiera que se trabaje, Fidel espiritualmente está dondequiera que la Revolución avance. Fidel está dondequiera que una intriga se destruya, dondequiera que un cubano se encuentre laborando honradamente, dondequiera que un cubano, sea el que fuere, se encuentre haciendo el bien, dondequiera que un cubano, sea el que fuere, esté defendiendo la Revolución, allí estará Fidel».