Ignominia ante la inocencia

El 27 de noviembre de 1871 el cielo cubano se ensombreció con la barbarie del colonialismo español. Ocho estudiantes de medicina, ocho hermanos de tierra y convicción legaron sus almas al horizonte de la Patria para vociferar la injusticia y el horror del gobierno colonial.

La acusación infame de profanar el panteón del periodista español Gonzalo Castañón, enterrado en La Habana, no fue más que el pretexto para demostrar su odio y método ensordecedor de someter a la Isla “con un brazo de hierro ensangrentado”, como dijo Carlos Manuel de Céspedes.

El arbitrario proceso en el que culparon a los ocho jóvenes del primer curso de medicina, fue la revelación de una muerte vil, de un agravio a la libertad y a la justicia, de la usurpación del aliento a quienes sólo perseguían un sueño.

Jamás pensaron que aquel recorrido de cinco de ellos por los tranquilos dominios del cementerio en respuesta a la tardanza del profesor de anatomía les haría presa de la maldad.

Como tampoco lo pensaron aquellos que, seleccionados al azar porque uno ni siquiera se encontraba en La Habana, integraron la lista de quienes perdieron la vida frente a las balas coloniales como escarmiento a los que desafiaban la explotación y al régimen.

La inocencia de sus 16 y hasta 21 años se muestra en la confesión ingenua de uno de ellos de haber arrancado una flor, tanto como es apreciable su honra ante la muerte en la serenidad de sus ojos, vendados para no ver a quienes desgarrarían sus anhelos.

Pese al terror desatado por los voluntarios del régimen, y al oscurecer de las nubes por la horrenda porfía, a la tristeza y resignación de sus rostros juveniles, de sus corazones íntegros, ofrendaron sus pechos inocentes y crecieron entonces para no morir nunca, vivir eternamente entre la juventud cubana.

José de Marcos y Medina, Alonso Álvarez de la Campa y Gamba, Anacleto Bermúdez y González de Piñera, Ángel Laborde y Perera, Juan Pascual Rodríguez y Pérez, Carlos Augusto de la Torre y Madrigal, Eladio González y Toledo y Carlos Verdugo y Martínez, sintieron el rugir de los fusiles y arrojados en una fosa común a las afueras del mismo cementerio que por obra de la casualidad sentenciara sus días.

Y aunque “no hubo bendición religiosa, ataúd, o cruz que señalara el sitio de la ignominia”, si hubo dolor ante el crimen, sufrimiento que a casi siglo y medio reflejan los nuevos estudiantes de medicina que rinden honores a estos mártires que, como expresó Ernesto Che Guevara: “El único delito era el de ser cubanos”.