“Lo que no pueden perdonarnos los imperialistas es la dignidad, la entereza, el valor, la firmeza ideológica, el espíritu de sacrificio y el espíritu revolucionario del pueblo de Cuba. Eso es lo que no pueden perdonarnos: que hayamos hecho una Revolución socialista en las propias narices de los Estados Unidos…”.
Con esa expresión del Comandante en Jefe Fidel Castro vibró la Patria cubana aquel domingo de dolor, cuando se efectuaba la despedida de duelo de los siete cubanos víctimas de los atentados a los aeropuertos de la Isla.
A la espontánea movilización de los capitalinos para acompañar el cortejo fúnebre y rendir honores a los caídos con su disposición de defender el suelo que les vio nacer, le continuó el grito de decoro y convicción profunda de la sociedad cubana enardecida.
Hasta las banderas que colgaban en los balcones de la calle 23 del Vedado habanero mostraban el luto solemne ante la barbarie del imperialismo, que ya anunciaba su inminente invasión.
Desde la improvisada tribuna construida en la intercepción con la calle 12, el líder lanzó su proclama al viento, esa que estremeció a los cuerpos inertes y el corazón de un pueblo decidido a defender su mayor conquista: el triunfo revolucionario de enero de 1959.
A su sentir respondió la masa allí reunida. Aquel mar de fusiles en lo alto fue la mayor contestación y la más enérgica e indescriptible imagen de la voluntad de la sociedad compuesta por hombres y mujeres, profesionales y obreros, de resistir y preservar a cualquier precio la Patria y el socialismo.
“Y que esa Revolución socialista, ¡la defenderemos con esos fusiles que tienen ustedes! ¡La defenderemos con el valor con que ayer nuestros artilleros antiaéreos acribillaron a balazos a los aviones agresores!”
Entonces, el anuncio de invasión que ofreció el enemigo se tornó en la llama que flamea aún en los hijos dignos de esta tierra. Y la injusticia fue sobrepasada por la cubanía y el patriotismo, y se dejó claro al mundo que la soberanía nacional y los logros de un proceso revolucionario iniciado en 1868 eran inquebrantables.
Allí, emergió la reafirmación eterna de que “al igual que ellos pusieron su pecho a las balas y dieron su vida, vengan cuando vengan los mercenarios, todos nosotros, orgullosos de nuestra Revolución; orgullosos de defender esta Revolución de los humildes, con los humildes y para los humildes, no vacilaremos en defenderla hasta la última gota de nuestra sangre…”