Ni la caída del socialismo en el Este europeo ni la desintegración de la Unión Soviética lograron desfasar del recuerdo colectivo a la Gran Revolución Socialista de Octubre de 1917. Incluso, en sus días gloriosos, la epopeya fue víctima del manualismo y de los textos-ladrillos que tanto le castraron el calor humano. Pero así y todo, siguió siendo la poderosa inspiración que removió al mundo, que despertó conciencias.
Aquel primer cañonazo del crucero Aurora, de seis pulgadas de calibre, provocó una verdadera estampida de los defensores del Palacio de Invierno en Petrogrado, hoy San Petersburgo. Poco o casi nada se cuenta del Batallón de la Muerte, integrado principalmente por mujeres, negadas a rendirse por el temor propalado por el Gobierno Provisional de que los bolcheviques las violarían.
Cierto es que después vendrían excesos de parte y parte, pero aquel asalto final no fue tan cruento como se quiere hacer creer todavía. El jefe de los Guardias Rojos en la toma del Palacio de Invierno, Vladimir Antónov-Ovséyenko (años más tarde, víctima de las purgas stalinistas), protegió a los detenidos de dos tentativas de linchamiento por parte de los soldados, rabiosos –se dice– por la fuga de Kerensky, el jefe del Gobierno Provisional derrocado por los revolucionarios.
En definitiva, triunfó la idea de Lenin de llegar al poder por la fuerza, y no pacíficamente como aconsejaban otros cuadros bolcheviques. Zinoviev y Kámenev publicaron en un periódico adversario su desacuerdo, y Lenin los calificó de rompehuelgas y hasta amenazó con sacarlos a puntapiés del Partido. Tras la extraordinaria victoria, el asunto pareció zanjado pero no olvidado. En la famosa Carta al Congreso, un enfermo Vladimir Ilich demostrará años más tarde que siempre tuvo buena memoria.
Recuerdo que a propósito del centenario de la Revolución de Octubre, en el 2017, volvió a hacerse el recorrido del famoso tren “sellado” que llevó entonces a Lenin y a una treintena de camaradas de Zúrich hasta el entonces Petrogrado. Trascendieron versiones que aseguran, sin embargo, que el tren jamás fue sellado como se dice, sino que el socialista suizo a bordo, Fritz Platten, dibujó con tiza hasta dónde podían llegar los alemanes, y evitó cualquier contacto durante el viaje.
Todavía hoy discurren suspicacias por aquel tren jamás inspeccionado por las autoridades germanas. ¿Cuál es el consenso historiográfico sobre el asunto? Para el gobierno del Káiser, conocedor de las ideas en boga en las emigraciones rusas, estaba clarísimo el carácter de la revolución en ciernes en el Este de sus fronteras. Pero el líder de los bolcheviques era, en primerísimo lugar, un enemigo del gobierno ruso.
Y en el rejuego político de aquella cruenta prueba en Europa, el imperio teutón decidió dejarlo pasar. Como es lógico, cualquier alternativa que sacara a Rusia de la Gran Guerra constituía un respiro enorme para Alemania. Como se sabe, los bolcheviques contemplaban en su programa, como primera medida, el Decreto de la Paz. Por cierto, a raíz de ese incidente, nació la teoría frecuentemente azuzada por los adversarios del comunismo, de que Lenin sería un agente de la inteligencia alemana.
Aquellos días constituyeron una prueba enorme para la salud de aquel hombre voluntarioso, ya aquejado de fuertes cefaleas, tal vez los primeros síntomas de la arterioesclerosis que luego lo fulminó. Resulta prioridad salvar la memoria de aquellos días de octubre, exponerlos libres de retórica tal cual fueron, que lejos de restarles gloria, les asiste en emoción y en intensidad. Comenzaba una historia entonces de enorme resonancia, que ni errores ni derrotas lograron silenciar jamás.