Por un instante de placer, ¿la vida?

Andar y sentarse en el malecón de Manzanillo es una tradición exquisita que debemos aplazar en tiempos de COVID-19 // Fotos Irene Pérez/Cubadebate (Archivo)

Tradiciones de las tardes y noches de esta ciudad bañada por las aguas del Guacanayabo, como sentarse a conversar en el malecón mientras recibes la caricia de la brisa marina o inundar los parques con la alegría y el bullicio de los años mozos figuran entre las habituales rutinas que muchos habitantes de esta región extrañan, a consecuencia de un virulento visitante que ha impuesto nuevos ritmos a la cotidianeidad y sesgado las maneras de socialización típicas de esta tierra.

Innumerables historias guardan esos espacios de la urbe, fundamentalmente los muros de la Avenida Bartolomé Masó donde las citas entre familiares, amigos y amantes adquieren especial significado por la complicidad de las olas que llegan hasta el hormigón que bordea más de un kilómetro de costa.

Desafiantes resultan, sin embargo, las actitudes de no pocos adolescentes y jóvenes, que sin temores o percepción del riesgo se agrupan en horarios nocturnos en dichos lugares, con el ánimo de «pasarla bien un rato» sin caer en la cuenta de que sólo unos instantes de diversión pueden revertirse en su contra y tornarse en largos momentos de agonía.

Si bien sentarse a conversar, escuchar música, bailar, compartir, resulta imprescindible para quienes somos por naturaleza seres sociales, que necesitamos ese intercambio, y en particular los cubanos porque somos amigables y afectivos, infringir las medidas pautadas por las autoridades sanitarias sí constituye un dañino comportamiento con repercusión de talla mayor.

Lo que se piensa inicialmente como simple momento de esparcimiento podría volverse un caos, porque basta un contagiado en un grupo para dar paso a un evento de transmisión autóctona del virus SARS-CoV-2 y su extensión a múltiples familias, con desenlaces fatales en ocasiones.

Ello, sin abundar en otras consecuencias que son conocidas, como la propensión a la indisciplina, el ruido, el irrespeto a quienes pudieran llamarles la atención, el consumo de bebidas alcohólicas y de otras sustancias que en menor o mayor grado son dañinas a la salud.

Aunque resulta agotador el tiempo que la pandemia nos ha obligado a permanecer en casa, distantes de quienes o aquello que anhelamos ver y hacer, la probabilidad de no volver a verles jamás por una imprudencia que les exponga a la muerte debería bastar a los más jóvenes de casa.

Los números hablan por sí mismos, este 25 de junio Cuba acumula 24 mil 531 menores de 20 años contagiados con la COVID-19, representativos del 13.6 por ciento del total de casos confirmados; y confirmó 739 positivos entre 20 y 39 años de edad.

Estas circunstancias obligan a las autoridades a actuar para contener las irresponsabilidades de los que vulneran las distancias previstas para evitar el contagio y el uso de la mascarilla; aunque las multas no son suficientes para educar a los infractores cuando ya sus cuerpos pueden estar invadidos por el mortal patógeno y ser víctimas de su propia inconsecuencia.

Aunque cuotas mayores competen a las familias, porque son estas las máximas responsables de que los adolescentes y jóvenes permanezcan en los sitios más seguros y libres de la exposición a la mortal enfermedad, que deja huellas imborrables en la conciencia y en el cuerpo por sus secuelas, aún en determinación por la ciencia.

La desconfianza es imprescindible hoy, las cifras alarmantes de la enfermedad obligan a cuidar todos de todos; no vale la pena arriesgar tanto por poco, la vida y la salud son más importantes que unos instantes de placer.