Que la COVID-19 no sea la recién llegada

Pensar que se pueden cometer indisciplinas y negligencias de todo tipo, porque en Cuba se ha logrado ganar la pelea a la muerte, es un pensamiento irresponsable y totalmente egoísta».

Dicho por el Presidente cubano, Miguel Díaz-Canel Bermúdez; reiterado, a su modo, por el primer ministro, Manuel Marrero Cruz, y repetido hasta la saciedad y de distintas maneras por los doctores José Angel Portal Miranda, ministro de Salud Pública, y Francisco Durán, director nacional de Epidemiología del Minsap, el mensaje recorre la Isla en tiempos de COVID-19.

A estas alturas, sin embargo, quedan motivos para preguntarse, y más aún, para cuestionar si cada habitante de este archipiélago, tras siete meses de porfía contra el SARS-COV-2, ha aquilatado la verdadera dimensión del peligro al que nos enfrentamos.

Ejemplos existen para demostrar que la responsabilidad personal anda ausente en ciertas conductas individuales, las cuales, de haberse manifestado de otra manera, tal vez habrían evitado algunos rebrotes de la terrible pandemia.

A contrapelo de otros escenarios, la enfermedad en la Isla no encuentra –porque no existen– espacios de exclusión, inequidades e indiferencias donde saciar su mortal apetito. Aquí no encontró la endeblez de otros sistemas sanitarios –muchos de ellos con maquillaje de Primer Mundo– derrumbados ante la embestida pandémica que los despojó de sus invulnerabilidades ficticias y presumidas.

En predios cubanos, el terrible virus se estrella contra el muro de humanidad, solidaridad, caudal científico y unidad, levantado en esta tierra de hombres de ciencia.

Pareciera que a esa irrefutable verdad –que incomoda y hace rabiar a algunos, y que despierta tanta gratitud como admiración en todos los continentes– obedecen ciertos excesos de confianza y tendencias individuales a subestimar al invisible y letal enemigo.

Quienes así piensan y actúan, debieran recordar que en Cuba la COVID-19 nos ha arrebatado más de un centenar de vidas y millonarios recursos. Sin los descuidos personales, conocidos o no, menores habrían sido las pérdidas y menos angustioso, prolongado y costoso el esfuerzo que despliega el país para mantener a raya a la enfermedad.

Mientras escribo estas líneas, me llegan la voz y la imagen de Katy, joven guantanamera que relató, para los lectores de Granma, el drama de ella, del esposo y de su pequeño de seis años, golpeados por la pandemia.                                            

La muchacha exteriorizó sus miedos, animada por el deseo de evitarle a otros un trance tan doloroso: «la COVID-19 mata, se lo dice una que la sufrió; a quien la contrae lo tortura aun después de curada; temo que la enfermedad me reserve algún daño futuro. Tenemos médicos excelentes, grandes científicos; pero son seres humanos, no magos; nadie debe confiarse».

Algunos parecen ignorar que la COVID-19 es una tragedia global, que en el mundo ha infectado a cerca de 47 millones de personas y le ha arrebatado más de 1 200 000 vidas. Si, al costo de sacrificios enormes, desvelo gubernamental y derroche científico, el mal aquí no ha alcanzado esa dimensión catastrófica, ello no libra de culpas al actuar negligente.

Cuando de proteger la salud y la vida se trata, hasta algunos afectos adquieren tintes irresponsables, y así debiéramos percibirlo. El deseo de un abrazo añorado, como ocurrió en Guantánamo en días recientes, no debe transgredir la necesaria prudencia; mucho menos cuando el recién llegado está por recibir los resultados del PCR.

En circunstancias como las actuales, una frente adorable, una mejilla inocente, un pecho o una mano amiga, pueden ser la elección de la COVID-19 para tender su celada mortal. No la subestimemos.