Su pensamiento disipa la neblina

Camino por la calle Avellaneda de la ciudad de Alta Gracia, 80 kilómetros al sur de Córdoba. Recorro varias cuadras a la redonda, hasta la calle Riglos, luego por la Eva Perón hasta Mitre.

Pareciera que una mano negra disfrazada de historia mezcló distintos personajes y sacó nombres de calles. «Todo es igual, lo mismo un burro que un gran profesor», dice el tango Cambalache. Y sigo caminando mientras pienso en esta sociedad que se debate entre la amnesia y la memoria.

Vuelvo por Avellaneda, y me transporto a ese mediodía de un día cualquiera de 1938. Ernestito vuelve de la escuela sin su guardapolvo y Rosario, la cocinera de la familia, le pregunta:

–Ernestito, ¿y el guardapolvo?

–Se lo regalé a un compañerito que no tiene, y si mañana va sin guardapolvo, la maestra no lo va a dejar entrar. No te hagás problema Rosario, total, yo tengo dos.

Sigo mirando la casa con su estatua, que lo representa como de diez años, y pienso en esas tardes en que estaba tomando su merienda, llegaba algún amiguito para jugar y le decía: «Pasá, ¿ya comiste, tenés hambre? Vení, vení, tomate una taza de leche y vamos».

Pienso en ese Ernestito en la escuela que llevaba el nombre de San Martín, tan revolucionario y tan asmático como él.

Viajo a 2006, cuando escuché, desde unos tres o cuatro metros, cómo Fidel le decía a Chávez: «Mira esta foto, mira la cara de su madre, qué cara de vasca que tiene». Y se reía Fidel, en ese que fue su último viaje. Luego, los dos juntos miraban, y comentaban sobre la colección de libros Robin Hood, esos de tapas amarillas, y sobre las réplicas de la bicicleta y de la moto de aquel Ernesto de los primeros viajes.

Nunca estuve con él en el mismo plano, porque él se fue en octubre y yo llegué en diciembre, dos meses después. Pero estoy marcado por ese hombre sin apellido y sin muerte, como diría Silvio. Por ese hombre que me agarra de la mano cuando confundido y pienso: ¿qué harías vos en una situación así?

Seguramente es pretencioso, injusto o hasta soberbio de mi parte, porque sé que él es universal, que no es de Alta Gracia, ni de Córdoba, ni de Argentina. Ni siquiera es solo de Cuba. Es Ernesto de la Humanidad. Pero también es mi hermano, y a veces tengo esa pretensión, esa sensación de cercanía que no tengo con nadie más.

En este momento histórico que vivimos, pienso en qué estaría diciéndonos. Y lo oigo decir que «al imperialismo… ni tantito así». Que, al neofascismo, ni tantito así.

Me habla hoy Ernesto, en un mundo que, entre el estupor de algunos y la indiferencia de otros, ve renacer fenómenos de hace exactamente cien años. Él mismo creció respirando ese aire antifascista de los exiliados españoles republicanos, de su tío Cayetano, de toda su familia, las canciones, los libros, las revistas.

Y otra vez, discursos de violencia política ganan terreno y elecciones. Otra vez el miedo y el odio son un proyecto «civilizatorio». Con matices tales, son el proyecto del trumpismo en Estados Unidos, de Vox en España, de Giorgia Meloni en Italia, de Bolsonaro en Brasil, de las guarimbas en Venezuela, de Milei y Bullrich en Argentina.

Releo sus Apuntes críticos a la economía política (Ocean Sur), y tantos otros escritos, sobre todo uno titulado Cuba: ¿caso excepcional o vanguardia en la lucha contra el colonialismo? (Legasa). Aquí nos alerta sobre el peligro de algunos «bienintencionados» que alaban a la Revolución Cubana, pero la ponen en un lugar de excepcionalidad que termina siendo irrepetible. Es decir, «sean simpáticos con Cuba, pero no aprendan nada de ella».

Encuentro a Ernesto en sus escritos. Y más que nunca, su pensamiento disipa la neblina. Del colonialismo surge el racismo y la idea de que algunos son superiores a otros; eso justifica la explotación capitalista, el esclavismo, el robo, el saqueo, la opresión y el genocidio. Luego viene el imperialismo que, como nos explicó Lenin, es la fase superior de ese capitalismo que surge del colonialismo. Y hoy enfrentamos al neofascismo, que es el plan b del capitalismo, y no debemos olvidarlo.

Lo siento hoy tan cerca… A 55 años de su partida, me pasa el brazo por encima del hombro, me mira a los ojos y me cuenta en voz baja, con su acento cubano, algo así: –Una noche yo estaba en Santiago inaugurando un combinado industrial, era el 30 de noviembre del 64, y también recordábamos a los mártires santiagueros de cinco años antes. Esa noche dije, y te lo repito hoy, que nosotros tenemos que estudiar, y estudiar duro, para nosotros no hay eso de que la vista me duele, de que la lectura me cansa. Y no bajar la guardia, porque esa noche dije que no se puede confiar en el imperialismo ni tantito así. Hoy te digo que, en esta lucha, no se le puede dar al neofascismo ni tantito así.

Me vuelve a mirar y agrega: «Y recuerda (ya no me dice recordá, sino recuerda) que la presencia de Cuba, viva y batallante, es un ejemplo que da esperanzas y que emociona a los hombres del mundo entero que luchan por su liberación, y particularmente a los compatriotas de nuestro continente». Y le agradezco, porque me coloca en el eje y me devuelve al camino.

Autor: Mariano Saravia, periodista argentino