Era un estudiante universitario que disfrutaba del receso del verano cuando aquellas imágenes llegaron a mis ojos para impactarme hasta hoy.
Corrían los tiempos de “alumbrones”, en los que, por la crudeza del Período Especial, solíamos estar sin noticias emanadas de la radio o la televisión.
Pero lo cierto es que aquel 5 de agosto de 1994 alcanzamos a ver a Fidel ante las cámaras con una coraza moral tan enorme que hizo acallar las piedras que varios grupos de vándalos soltaron en el corazón La Habana.
Hubo vidrieras rotas, tiendas de las que se sacaron productos por la fuerza, disturbios en el Malecón, robo de embarcaciones y un escándalo mediático en el Norte, que ya pintaba con alegría desbordada la “sublevación popular” y la consiguiente caída del “régimen”.
Claro que los protagonistas del desorden tuvieron su respuesta, en la que mucho tuvieron que ver los integrantes del contingente de constructores Blas Roca Calderío. Uno de ellos, hijo de Granma, perdió un ojo cuando fue alcanzado por una piedra.
En Miami y en otros lugares del mundo se ha evocado aquel vandalismo como un gran descontento popular, agravado por la crisis económica, que hizo tambalear al país. Le han nombrado El Maleconazo y no han faltado las historias de “represión”.
Una persona con dos dedos de frente bien sabe que es imposible acallar mayorías sin sacar a la calle un solo tanque o vehículo blindado. ¿Dónde estaban los gases lacrimógenos o los chorros de agua que se usan en tantas partes del mundo? ¿Quién los vio o fotografió? Sencillamente nadie.
Si el sistema se hubiera estremecido, como aseguran “expertos” y politólogos ya estas alturas hubiera un gobierno afín a la “democracia” de Estadsos Unidos.
Mis familiares y amigos en La Habana me contaron de cerca que el grito de “¡Viva Fidel!” retumbó en toda la ciudad cuando el Comandante en Jefe se bajó del jeep en medio de la muchedumbre.
“Aun a riesgo de que me pudiera ganar algunas críticas, yo consideré mi deber ir donde se estaban produciendo esos desórdenes. Si realmente se estaban lanzando algunas piedras y había algunos disparos, yo quería también recibir mi cuota de piedras y de disparos. No es nada extraordinario (…) en realidad es un hábito: uno quiere estar allí donde está el pueblo luchando y donde están los combatientes en cualquier problema”, comentó el entonces Jefe de Estado.
Ese fue uno de los días decisivos en la historia de la Revolución y en la del propio Fidel. Su presencia silenció a los indisciplinados y a los marginales, al punto que, según versiones populares, más de uno soltó las piedras y fue a verlo, por curiosidad o magnetismo.
El baño de sangre con el que habían soñado muchos buitres para intervenir en Cuba no pasó de ser una revuelta controlada en poco tiempo, aunque muchos hoy se empeñen en compararla con una de las primaveras árabes o con “masivas protestas antigubernamentales”.
Pero el tiempo ha hablado. Aquel 5 de agosto ganó Fidel, ganó el pueblo, ganó Cuba.