La novia del Guacanayabo cumple hoy 94 años, y preserva aún la esencia majestuosa de aquella jornada de junio de 1924 en que se develó ante el mundo. Fiel, serena y dadivosa permanece junto al pueblo que ha visto transformarse, crecer, y que le rinde pleitesías.
Incontables las vivencias adosadas al vítreo escamado de su cúpula, a las lozas de cerámica donde se entrelazan las huellas de millones de pisadas con los dibujos en multiplicidad de colores.
Con sus 18 arcos de medio punto, peraltados y polilobulados, la Glorieta da la bienvenida a la mirada afanosa del caminante y se adentra en el sentir, adquiere vida, protagoniza la imagen de la hermosura desde el centro del parque y el casco histórico de su ciudad. Se torna motivo para ser contada en historias de citas y amores, esbozada en trazos de lápices y pinceles, musicalizada en rimas, versos y canciones.
Desde allí arrulla al manzanillero presente o ausente, invoca la identidad y el orgullo de pertenecer a su mismo suelo, a la tierra de la que se levanta desde un pedestal y base hexagonal y asciende desde sus seis peldaños hasta la cúspide de la arquitectura ecléctica de esta urbe con vista al mar.
El proyecto de José Martín del Castilo y Carlos Segrega conserva su elegancia, pervive en su similitud a la que existiera en el Patio de los Leones del palacio La Alhambra, en la ciudad española de Granada; guarda con recelo los acordes musicales de la banda de concierto y el amasijo de secretos susurrados bajo su sombra.
La Glorieta de Manzanillo continúa siendo resumen de la belleza del arte morisco con genealogía arquitectónica remontada al siglo XIII; permanece como estructura monumental y fuente de inspiración para conceder aires de vida a lo que a su alrededor se erige, para nombrarla símbolo de su pueblo.