Llegaron a la ciudad de Crema, Italia, para que no doblen las campanas en las entrañas del Torrazzo de la catedral de la Santa María de la Asunción, que señorea en la villa medieval, presa hoy de la cuarentena, de la muerte. Frente al templo, en la Plaza del Ayuntamiento, no se veían deambular ni las almas en pena ese 22 de marzo.
No eran turistas; esos que huyeron despavoridos por la pandemia de la COVID-19 y se quedaron con los deseos de llevarse en el lente de la cámara el rosetón de la basílica o la magnificencia de la torre-campanario, la tercera más alta del mundo.
Desde Milán, arribaron en cuatro minibuses blancos en fila. En la distancia, semejaba un viaje escolar —relató un colega italiano—, a no ser por las mascarillas, las batas blancas, el saludo con los codos y el silencio. Entre los 53 integrantes de la brigada médica cubana iban los enfermeros espirituanos Lenin Oriol Martínez Calero y Hugo César González López.
A esa hora del día, María Julia intentaba adivinar en cuál parte de Lombardía se encontraba su hijo Lenin; aunque, a decir verdad, quizás hasta hace poco ella no supiera que ese lugar existía sobre la faz de la tierra.
El nombre comenzó a serle familiar a la madre cabaiguanense por las noticias que referían que aquella región itálica era el epicentro de la pandemia del nuevo coronavirus en Europa y que sumaba más de 3 100 muertos a la llegada de los médicos y enfermeros cubanos. Los periódicos lombardos locales, que antes apenas reservaban una página para los obituarios, ahora destinaban 10 o más para anunciar la muerte de sus conciudadanos.
“Yo veo el noticiero, pero nada de eso me asusta; vaya, sí me preocupa por mi hijo, sus compañeros y por la gente de ese país. Tomo mis pastillitas; ya no tengo 30 años, son 82”, aclara desde el otro lado de la línea telefónica María Julia.
—Antes de irse, ¿qué usted le dijo a Lenin?
—Mi’jo, pa’lante el carro; eso fue lo que nos enseñó Fidel.
Este enfermero espirituano, uno de los 15 con que cuenta la brigada del Contingente Internacional “Henry Reeve“ en Italia, trastocó sus rutinas laborales en el Centro Mixto Beremundo Paz, de Neiva, por el área de campaña levantada en el parqueo del Hospital Mayor de Crema e inaugurada el 24 de marzo, con la presencia de las autoridades regionales y del embajador de Cuba en Italia, José Carlos Rodríguez Cruz.
Porque casi no apaga el televisor, la esposa de Lenin, María Guerra Delgado, permanece al tanto del avance de la COVID-19 en Italia y el mundo. Asegura que en ningún momento estuvo en contra de la decisión de su compañero de partir. “Si todas las mujeres de quienes dieron el paso al frente se hubieran negado a que ellos fueran, ¿quién iba a salvar, a ayudar a esas personas que tanto lo necesitan?”, pregunta la licenciada en Farmacia.
Sin embargo —y es lógico—, María no esconde la aflicción que le ronda; similar a la vivida cuando Lenin acudió sin pensarlo dos veces a Guinea Conakry, donde el ébola le declaró la guerra a la vida. En esa fecha (2014-2015), su esposa cumplía misión en los cerros de Caracas y se comunicaba frecuentemente con él.
Al principio, sobrevivían muy pocos pacientes. A Lenin, en ocasiones, ni siquiera le daba tiempo canalizar las venas de los enfermos, que sangraban por todas partes. Llegaba el momento en que no podía trabajar más de dos horas por el traje salpicado, recuerda María, quien sabe del colapso del sistema sanitario italiano, provocado por el nuevo coronavirus.
Esta crisis ha llevado al dilema ético: existen médicos que se han visto precisados a elegir a qué pacientes tratar y a quiénes no, debido a la carencia de recursos en los servicios. “Estas son palabras terribles, pero lamentablemente son ciertas”, admitió al diario italiano Il Corriere della Sera el doctor Christian Salaroli, jefe de la Unidad de Cuidados Intensivos de un hospital de Bérgamo, también en Lombardía. Ante la disyuntiva, la Sociedad Italiana de Anestesia, Analgesia, Reanimación y Terapia Intensiva recomienda optar por quien tenga la “mayor esperanza de vida”, refiere un documento citado por la BBC.
Sacuden el alma esas noticias, que quizás el enfermero Martínez Calero no haya leído. Vía telefónica, les ha recalcado a sus seres queridos que sigue, al pie de la letra, el protocolo para protegerse. “Mi hermano sabe cuidarse; él es el ídolo de la familia”, sostiene Lilia, quien asevera que regresará, como siempre.
Cuenta ahora su mamá que cuando Lenin retornó del África Occidental en mayo del 2015, ella no se desprendió del hijo ni un segundo. Lo mismo sucedió al volver de las dos misiones en Haití en el 2008 y el 2010, y de la de Nicaragua en 1986.
“Cuando estaba en ese país —narra María Julia—, las vecinas me decían: ‘Tú estás muy tranquila’; yo les respondía: A él no le va a pasar nada; tenía que ir y va a virar. Y viró, ese día le dimos una hartera de carne de puerco que se cayó el mundo”.
Y suelta una carcajada resonante, y luego me comenta que casi no sale de la máquina de coser, donde confecciona lo que ella nombra “frenitos” —y vuelve la risa contagiosa—, o sea, nasobucos para la familia, y de ese modo evitar el riesgo de contraer el coronavirus. Así María Julia espanta, también, las malas noticias; así pasa mejor los días, las semanas, siempre con la corazonada de la próxima llamada telefónica de Lenin y el eterno consejo del hijo, nacido en lo profundo de Lombardía: “Cuídate mucho, que te quiero viva cuando regrese”.
(Tomado de Escambray)