En las entrañas de la tierra manzanillera un eterno joven revolucionario permanece irradiando ejemplo. Machadito, aquel humilde hijo de esta ciudad de mar, escribió con heroicidad los 24 años que le inscribieron en la historia.
Con un corazón sumergido en un amor férvido a la Patria que le vio nacer, el niño del hogar pobre asumió el deber de cubano, defender la libertad de su nación y su pueblo, aunque ello le costara la muerte.
Allí, en la escuela, donde se acentuó el sentimiento inculcado en el seno familiar, y posteriormente en el Instituto de Segunda Enseñanza, le vio como protagonista de actos protestas, huelgas estudiantiles.
Aunque cursó el bachillerato en el Instituto del Vedado, en La Habana, y se asentó en la capital cubana donde matriculó en la carrera de Ciencias Sociales, su espíritu continuó esparciéndose en la generación de manzanilleros contemporáneos con él.
Su pasión por la independencia le llevó a ser uno de los jóvenes más activos en el quehacer clandestino por la emancipación, tanto que el golpe de estado del 10 de marzo de 1952 frustró su viaje al pueblo natal para ver a su madre, a quien le ataba un amor tan fuerte como el que profesaba a Cuba.
Desde ese momento su entrega a la causa libertaria fue incansable, evidente en su paso firme en las primeras filas de las manifestaciones y protestas del estudiantado, en la profundidad de sus palabras y convocatorias en los mítines, y en los documentos de la Federación Estudiantil Universitaria que suscribió como condena al régimen opresor.
Por ello ganó la estima y amistad de José Antonio Echeverría y Juan Pedro Carbó Serviá, con quienes compartió los ideales más puros en virtud de una Cuba libre de la indignidad de falsos y sumisos gobernantes.
En el asalto al Palacio Presidencial, el 13 de marzo de 1957, fue su acción una de las que estremeció al dictador Fulgencio Batista en su propia madriguera. Fue uno de esos valerosos que tomaron granadas, bombas de siete cartuchos y dinamitas para derrocar al régimen y mostrar la valía de los más jóvenes.
La audacia y fidelidad de Machadito se puso a prueba en la acción, en la que pese a la rasgadura de uno de sus muslos, cubrió con su ametralladora la retirada de sus compañeros, y donde arriesgó su vida para rescatar a Pedro Carbó, quien permanecía dentro de Palacio.
Una delación y la ignominia de los esbirros le convirtió, junto a otros de sus compañeros de lucha, en uno de los mártires de Humboldt 7, edificio que les resguardaba y del que intentaron huir, pero las balas les arrebataron el aliento; mas no la grandeza de su corazón y la virtuosidad de una corta vida que es ejemplo para los manzanilleros de hoy y de mañana.