Madre, tu nombre se hace miel en los labios. Beso y flor pierden su encanto junto a la fina brisa de tus caricias, a la sensibilidad de tus manos, a la ternura de tus arrullos.
Te comparas con la lluvia que moja y refresca las sienes, con el rocío que anuncia las mañanas, con el manantial de luz de donde absorbe la tierra su energía. Creces ante los ojos como si tuyo fuera el universo, te elevas hacia el cielo como para vestirte con soplos de aire y algodón de nubes.
En tu rostro encuentro la sonrisa que inspira la alegría, en tu alma bondadosa la esperanza de ser digna de tus besos.
¿Cuánta devoción acumulas en tus entrañas? Nunca se acumuló tanto fervor como en tu esencia: creyendo en tus hijos, en lo que pueden hacer y en el futuro. Ese que pensaste para ellos lleno de ilusiones y victorias, rebosante en éxito y felicidad.
De la estrella azul que vemos por las noche en el firmamento, ¡si, de esa que una vez dijiste sería cada vez más chica cuando pasara el tiempo y fueramos creciendo! Del que robaste el azul de zafiro que te arropa, dotándote de pureza y razón, de la inmortalidad etérea por la que nunca dejarás de ser faro y guía.
Pensar en ti, es sentir el sacrificio de tus años, vertido en la pureza del espíritu, madre. La música que brota de tus labios en halago o regaño, en imposición o consejo, tiene la armonía de un trino de ruiseñor. Y el perfume de tus manos creadoras posee el don divino de convertir el llanto y el tormento de alma y cuerpo en efímero pesar.
Vida eres y fuerza también; amasijo de sensibilidad y fiereza, una cuando se trata de comprender, y la otra, si de proteger al fruto de su amor. Torrente de pasiones simplificada en la incondicionalidad y el consuelo.
Para homenajearte en tu día sobran las tonadas, porque toda tú eres verso, canción; y hasta la más bella flor parece ilusoria ante el color y elegancia de tus encantos. Como regalo nuestra entrega, pensamiento, acción; poco para lo que mereces tú, bendición en nuestras vidas.