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Hace unos días despertamos con la noticia de que una actividad festiva en Bauta, pueblo de la provincia de Artemisa, había propiciado la infección de más de una decena de personas con la COVID-19. Más allá de esto, la cantidad de quienes en solo unas horas adquirieron el virus y los posibles recorridos que hicieron al abandonar el lugar, trajeron como consecuencia que las autoridades de la provincia decidieran que resultaba necesario aislar al pueblo entero; es decir, en términos matemáticos, unos 28 000 habitantes debían ser puestos en confinamiento doméstico gracias a la decisión (participar en la celebración) que habían tomado unos pocos.

Puesto que se trata de una enfermedad que podemos adquirir lo mismo de manera directa (recibiendo invisibles gotas de saliva de alguien que estornuda, tose o de cuya respiración nos encontramos demasiado cerca), que de forma indirecta (tocando con manos objetos que hayan recibido esa saliva y luego llevando las manos a nuestros ojos, nariz o boca), hasta el presente, las únicas tres formas de impedir la transmisión son: el uso del nasobuco, el lavado frecuente de las manos con agua y jabón o su desinfección con hipoclorito, y el respeto permanente de una adecuada distancia física entre personas. Es claro que una celebración festiva no es el momento ni tipo de ambiente donde estas normas se toman en cuenta, pues la fiesta es ocasión de contacto corporal: abrazos, palmadas, estrechón de manos, besos en la mejilla y, tal vez… transmisión.

Rendir homenaje o divertirse en un grupo son deseos legítimos, además de reacciones naturales, ante los meses de recogimiento y vigilancia que nos hemos visto obligados a vivir, pero lo sucedido nos enfrenta a la desagradable y dura realidad de lo que una pandemia es: un tipo de ­enfermedad que progresa, exactamente por la alta capacidad de contagio que pone de manifiesto y porque no hay –hasta el presente, repito– vacuna que nos ayude a prevenirlo. Si la manera en la que se había conseguido reducir, en las provincias de Artemisa y La Habana, el número diario de nuevas infecciones, era un indicador que permitía avizorar el paso a una nueva etapa en el relajamiento de medidas de protección/contención y hacia la vuelta a lo que ha sido denominado una «nueva normalidad», el brote en Bauta y uno más en La Lisa (este último informado ayer), nos abren los ojos a lo que ocurre cuando la búsqueda de alegría supera a la percepción de riesgo y es más ­fuerte que la responsabilidad personal y ciudadana.

Digo así, porque lo peor de todo esto es ver, en los reportajes televisivos, las imágenes de calles y lugares vacíos; conocer una vez más el tremendo esfuerzo del Estado cubano para atender a los enfermos, hacer las pruebas, localizar a quienes puedan haber adquirido el virus, a quienes puedan seguir transmitiéndolo (adonde quiera que hayan ido); pero también imaginar la realidad de un territorio que, ahora por varios días, deberá de permanecer como en suspenso con la consiguiente afectación a la economía y a las interacciones sociales de sus miles de habitantes.

En este sentido, hay una lección más que extraer: entender que la responsabilidad ciudadana es un concepto que va en pareja con la afectación a la ciudadanía. Dicho de otra forma, cuando hay situación de pandemia, el no respeto ante las normas que emitan autoridades de gobierno y de salud se traduce en daño extendido a familiares, amigos, vecinos, compañeros de trabajo o, en general, la población. Se trata, entonces, de potenciar el llamado de atención, así como los controles, que puedan hacer el conjunto de disposiciones legales aplicables en estos tiempos, los órganos de policía, las organizaciones barriales y los ciudadanos,  es decir, todos.

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