A diario se redescubre el valor de ese núcleo que en la intimidad se torna refugio y llamamos familia. Y es que por su herencia del latín, originada de la palabra famulus (sirviente, esclavo), gustosamente nos convertimos en cautivos de sus lazos.
Emergida de la unión de los seres más queridos, de ella nacen vínculos afectivos indestructibles; pese a que es su seno también fuente de tempestades que se superan y borran con alegrías, porque nos queremos.
Así, en la cotidianeidad, la vamos moldeando a nuestra medida. Le ajustamos por aquí con un llamado de atención, un reclamo; le inyectamos nuevas dosis de dedicación, cariño, comunicación, tolerancia, comprensión; la saturamos de eso que nos llena y complementa, que nos impulsa a hacer, avanzar, triunfar.
Basta llegar a ella, no importa si es dentro o fuera del hogar, para que nuestros sentidos vuelvan a su sitio después de un día de duro bregar, para que las manos agotadas recarguen las energías y sigan transformando, creando, especialmente sentimientos, principios, valores.
En sus redes caemos con placer, y hasta nos convertimos en esclavos si se trata de disfrutar travesuras de los más chicos, de enfrentar dificultades y hacer tormentas de ideas para encontrar la mejor solución, de organizar celebraciones u homenajear a mami, a papi, al hermano, al esposo, por la entrega incondicional.
Aunque se señala el 15 de mayo como su día, todos le pertenecen. No existe en el año una jornada en la que deje de existir, sigue siendo el punto de partida y de retorno, nuestra familia.