Páginas de luz

Libros viejos en manos jóvenes // Foto: Internet
Libros viejos en manos jóvenes // Foto: Internet

Era como una sombra, batida por el viento como hojarasca desdeñada. Hasta que pusieron en sus manos aquel mamotreto pesado y polvoriento, con rasgos que le parecían la puerta al vértigo. Me sobra el tiempo, pensó, y cedió a la tentación de caminar entre grafemas.

Una cuartilla, dos, tres, para empezar; mas ya no podría detenerse. Sucumbió ante aquel ejemplar enorme en su dimensión, de hojas amarillentas y desgastadas, quizás de tantas manos y vidas salvadas en la apacible tempestad de sus expresiones, en el extracto de una historia donde tantas veces fue protagonista y antagonista, donde se revisó a sí mismo una y otra vez.

Partió de ser hidalgo y escudero del siglo XVI con la pluma de Cervantes, el manco de Lepanto. Fue caballero andante con lanza y astillero, adarga antigua, labrador humilde, con un Rocinante o un rucio a sus pies. Por el amor de Dulcinea, por la amistad, por la libertad “uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos”, aventuró su vida.

Cual “loco muy cuerdo” se enfrentó a injusticias, a molinos y gigantes. Asumió “todas aquellas acciones que pueden hacer perfecto a un varón ilustre, cuyo ejemplo pudiera servir de modelo a los venideros hombres”.

«Porque somos de España en Lorca, en Machado, en Miguel, porque España es la última mirada del sol del Pablo nuestro, porque nunca hemos medido el tamaño de los molinos de viento y sentimos bajo nuestros talones el costillar de rocinante» dice la tarja en la base de la escultura Don Quijote de América y La Habana, de Sergio Martínez. // Foto: onlinetours

En forma reiterada llegó a la génesis y origen de la creación. Bebió del Evangelio, y se vistió de la armadura del Espíritu Santo, con los dones de la sabiduría, el entendimiento, el consejo, la fortaleza, la ciencia, la piedad, y el temor de Dios. Supo que “de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna”.

Anduvo entre aqueos y troyanos en la épica batalla que narró Homero. Con los versos de los 24 cantos vivió “la cólera del Pelida Aquiles…”. Entre dioses y mortales de la Grecia antigua se conmovió con los horrores de la guerra, aprendió de honores, orgullos, humanidad, de lo llevadera que es la labor cuando muchos comparten la fatiga. Asimiló que “cualquier momento puede ser el último”, y “le corresponde a un padre ser intachable si espera que su hijo lo sea”.

Tanto en el alma como en la piel se sintió Hamlet, Romeo, Otelo, el rey Lear, Antonio, Macbeth, Próspero, Julio César. Subió a la escena, consciente de que “es mejor ser rey de tu silencio que esclavo de tus palabras”. Entre las líneas de Shakespeare distinguió el consuelo del amor “como el resplandor del sol después de la lluvia”.

La visión de Ana Frank le llegó a través de su diario. Junto a la niña judía de 13 años se despojó de prejuicios y estereotipos. Salió fuera, a los prados, a la naturaleza, al sol, y percibió el perfume de la esperanza. Lloró y sonrió, advirtió que quien es feliz “puede hacer dichoso a los demás”, y aprendió a pensar en la belleza que aún permanece. Se sorprendió al descubrir lo bueno dentro de él, al discernir la noticia de cuán grande podía ser, cuánto podía amar, cuánto podía lograr.

Otro pequeño, en su travesía por el universo, le ilustró el valor del amor y la amistad, le reveló que lo esencial es invisible a los ojos, y que basta con cambiar la dirección de la mirada para ver claro. En la aventura con el Principito avizoró que «el hombre se descubre cuando se mide con un obstáculo».

Ilustraciones de libro El Principito de Antoine de Saint-Exupéry // Foto: Internet

Macondo y los Buendía, Haití y Ti Noel, García Márquez y Carpentier, abrieron sus ojos a lo real maravilloso; y la historia de Latinoamérica, enraizada, como el patriarca de la familia de Aureliano al árbol único en resistir las transformaciones de cien años de soledad, redimensionaron su identidad y la concepción del mundo.  

En las páginas de los libros encontró la luz. Se tornó un ser racional, capaz de discernir y apropiarse del imperio de las palabras; de andar, pensar, decir, sin encontrar fronteras, ya no como fútil hojarasca, sino como hombre esculpido por las esencias de cada personaje, rediseñado a imagen y semejanza de las creaciones de uno u otro cultivador de la literatura.

Desde aquel imprevisto encuentro con las letras y con el patrimonio común de unas 500 millones de personas en el mundo, y segunda lengua materna del orbe, dispuesta en especial sintonía por las plumas y puños de mentes prodigiosas, y tras cada lectura: se renueva, se espiga, florece. Con la coraza del saber universal, contenido en los más de 300 mil vocablos del Español, aún por descubrir en su recorrido; consciente y seguro de sí, conquista, vence.

Foto: Yaciel Peña de la Peña/ ACN